—Te prometo, Saltita, que hoy trataré de apresurar los saludos de los amigos que se acerquen a nuestra mesa —me dijo el Gurú con una expresión difusa en el rostro, en la que se podía leer al mismo tiempo la seriedad y la burla, en una ambivalencia que muchas veces aparece cuando él habla—. Así, podremos tener oportunidad de seguir desbrozando razonamientos sobre la simpatía y la antipatía.
¡Y que se acerca una persona a saludar!
Debo reconocer que el filósofo cumplió su palabra, y en dos minutos despachó con toda amabilidad al intruso. A partir de ese momento, el maestro hizo una de las cosas que mejor sabe hacer, que es volverse invisible… No se piense que en estos diálogos caben los mitos, urbanos o rurales, y entiéndase que cuando se habla de invisibilidad, no es más que una figura literaria de pensamiento, porque lo cierto es que la transparencia del pensador solamente existe en el plano de la expresión de sus ideas.
Se hizo invisible en el sentido de que se acomodó de tal modo en la mesa que quedó de espaldas al mundo, y empezó a hablar en un cuchicheo que solamente alcanzaba a escuchar yo, que era su único comensal.
—Bueno, querido discípulo —me calificó así por primera vez, para mi satisfacción personal—, déjame pasar rápido el trago amargo y hablarte de las personas que tienen la sangre pesada. Tú los sufres también: los ves venir por la calle, se te acercan con un saludo meloso… y a la primera oportunidad te hincan su opinión en contra de lo que tú hayas dicho al cruzar el saludo, ya sea que hayas hablado del clima, de tu convicción ideológica, de alguna cosa importante para la vida de la nación o de las últimas tendencias de la moda en esta temporada.
—Estoy pensando en varias personas así, maestro, y en verdad qué molesto es tratar con ellas —intervine con una modesta aportación.
—Además, los sangrones siempre se sienten muy inteligentes, dueños de la verdad y con la autoridad de mandar sobre nuestras conciencias y nuestros actos. ¿Quieres ver una persona insoportable? Pues es ésa, son ésas, que a la menor provocación te empiezan a soltar una serie de consejos y admoniciones sobre lo que tú debes hacer en tu vida, en tu trabajo o en tu persona: “Estás escribiendo sobre temas muy aburridos. Nunca vuelvas a hablar de ellos”, o “Mira cómo estás engordando, mañana mismo te pones a dieta”, o “Esa ropa que traes no te queda nada bien, debes cambiar tu guardarropa…”
El maestro hizo una pausa, dejó que mi imaginación armara esas escenas, y soltó una afirmación que venía desde lo más profundo de su sentimiento:
—¿Verdad que son odiosos estos verdaderos engendros de la naturaleza humana? ¡Uf, yo no los soporto!
—Pues yo tampoco, maestro —me emocioné al unísono—. Alguien debería prohibirles salir a la calle y relacionarse con seres humanos.
—Y, por el contrario, están los que poseen un carisma natural, los que siempre atinan a la frase que deben decir para halagar a su interlocutor. Y mira que no me refiero para nada a los zalameros, a los elogiadores profesionales que quieren ganar tu atención o algún servicio que les puedas dar. Porque los simpáticos son gente muy digna, y para serlo necesitan ser inteligentes, bondadosos y llenos de dignidad… y vámonos porque ahí viene Ernesto de tal, y no estoy de humor para soportar las sandeces que nos va a querer decir, como es su costumbre.
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