Corría la segunda mitad del año de gracia de 1863 cuando un grupo de mexicanos fue al castillo de Miramar, donde placeaba tranquilamente el archiduque Maximiliano de Habsburgo a alborotarle la hormona. Estos sujetos, miembros prominentes del conservadurismo, le ofrecieron el trono de nuestro país con el argumento de que los mexicanos anhelaban que fuera su monarca.

Tras convencer al inocente noble que México era un país idílico, el archiduque mordió el anzuelo y ahí lo tiene lector, partiendo rumbo a su fatal aventura.

El 28 de mayo de 1864, apenas desembarcó de la fragata Novara en el puerto de Veracruz, Max soltó de su delicado pecho: “¡Mexicanos, vosotros me habéis pedido!”, ante la algarabía de la gente bonita y la indiferencia de un peladaje que no atinaba a saber qué onda.

En reciprocidad por tan bonito detalle de los europeos, 151 años después correspondimos a sus atenciones con un fiel representante de la raza de bronce, raza jarocha que el sol quemó. Y les mandamos a Fidel.

La historia fue más o menos la misma. Un grupo de notables priistas se apersonó en su comunidad natal para pedirle que nos representara como cónsul en una simpática ciudad de Europa.

Es evidente que uno de esos notables debe haberle asegurado: “Desde Barcelona nos están suplicando que vaya usted pa allá, Tío” porque sus primeras declaraciones como futuro diplomático fueron en ese sentido: “No es que quiera ir; es que me están pidiendo”.

Si cuando llegó a Veracruz, Maximiliano se dio cuenta que lo habían chamaqueado porque si bien la mitad del país quería una Monarquía, la otra mitad deseaba una República, con Fidel no sucedió lo mismo; su nombramiento provocó unanimidad de opiniones en ambos lados del Atlántico.

En la Ciudad de México, legisladores de izquierda y derecha pusieron el grito en el cielo, reprobaron el nombramiento y exigieron al gobierno una “inmediata y pertinente” aclaración.

En Veracruz salió a relucir el pasado tormentoso de Fidel no sólo como político, sino como miembro prominente de los malosos que se apoderaron de la entidad. Empresarios, líderes obreros y campesinos reprobaron la designación y dijeron que si pensaban mandarlo a algún lugar, que fuera a las Islas Marías.

Para no quedarse atrás los diarios nacionales lo pusieron del asco.

En España ocurrió algo muy similar. Periodistas, activistas y organizaciones civiles exigieron al gobierno de Mariano Rajoy que lo regresara apenas pusiera un pie en suelo español. Y estudiantes mexicanos radicados allá manifestaron su disgusto a mentadas de madre.

El diario El País despotricó contra el nombramiento al que calificó de “polémico e inusual”. Pero el reportero Toni Cano del diario El Periódico, fue más allá al manifestar: “Barcelona tendrá un cónsul de México relacionado con el narco, un auténtico representante de lo que hoy es su Estado”.

Más unanimidad, imposible.

Así como en un principio todo fue felicidad para el austriaco, también lo fue para el veracruzano. Ni Max pensó que regresaría en calidad de fiambre a su país, ni Fidel que le pedirían su renuncia y le darían una patada en el trasero. Al menos no tan pronto.

Mientras a Max su madre le exigió que no se le ocurriera regresar a Austria porque viviría deshonrado. A Fidel le están aconsejando que no regrese a México (y menos a Veracruz) porque puede ser apañado.

Maximiliano creyó hasta el último día de su vida que los mexicanos lo habían pedido para que reinara en esta tierra, por eso dijo lo que dijo al llegar a Veracruz. A Fidel nunca lo pidieron de Barcelona para ser cónsul y esa fue otra de sus mentiras.

De lo contrario y con lo protagónico que es, se hubiera parado en la escalinata del avión que lo llevó a suelo catalán y desde habría gritado: “¡Hijos de Barcelona, vosotros me habéis pedido!”.

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