En el último fin de semana de octubre, los días en Nueva York eran más cortos y cada vez más fríos. Un pequeño grupo de estudiantes de Relaciones Internacionales de la UNAM habíamos llegado a la Gran Manzana como parte de un viaje de estudios para participar como observadores electorales del proceso presidencial de 1992.
A pesar de la guerra del Golfo –la que había traído una gran popularidad al presidente y candidato republicano, George W. Bush-, Estados Unidos seguía siendo una especie de capítulo de los años maravillosos. El terrorismo no estaba en el espectro y la cultura de la seguridad no agobiaba el transitar de los norteamericanos.
En pocos días, recorrimos Filadelfia, Boston y Washington para conocer los entretelones del proceso electoral presidencial, asistir al final de las campañas y presenciar el día de la jornada electoral. En Nueva Jersey fuimos invitados por Jorge Castañeda a la cátedra que impartía en Princeton; ahí nos explicó las circunstancias que envolvían aquélla histórica elección.
Los candidatos entonces eran el presidente en funciones George W. Bush, el ex gobernador de Arkansas, Bill Clinton y como independiente, Ross Perot, un petrolero texano que puso en jaque por primera vez el sistema bipartidista en Estados Unidos. Había una verdadera euforia por un candidato sin partido que desafiaba al régimen. Sin embargo, en la víspera, Clinton había tomado por asalto prácticamente todas las encuestas. Así transcurrieron las campañas.
El primer martes de aquél noviembre de 1992 lo recuerdo así. Salimos del modesto hotel que ocupábamos en el corazón de Manhattan; lo primero que nos avasalló fueron las enormes pilas de periódicos donde la única noticia era la jornada electoral. Los noticieros de televisión llevaban días sin dejar de parlotear sobre lo mismo.
En el transcurso de la mañana recorrimos los centros electorales ubicados principalmente en edificios públicos y escuelas. Si bien en los días previos habíamos tenido un choque cultural respecto de los procesos electorales en México, la jornada en Nueva York resultó una aventura irrepetible para los estudiantes.
Hay que recordar que entonces no había teléfonos celulares ni internet. Los medios de comunicación eran los tradicionales y el flujo de información no era como hoy lo conocemos. Teníamos que fiarnos de nuestra propia experiencia.
A unas cuadras de Central Park entramos a una escuela secundaria. Yo esperaba ver no sólo las urnas electorales sino tener la oportunidad de agenciarme una boleta que sirviera como recuerdo. No fue así. Entonces el mecanismo de votación consistía en ingresar a una pequeña caseta, similar a la que se usa en México, donde teníamos ante sí una especie de boleta del tamaño de un mapa como los que se usan a las entradas de un centro comercial.
En esa boleta blanca, única y gigantesca, ubicada bajo un cristal, aparecían los nombres de todos los candidatos a todos los cargos de elección que estaban en juego, desde el presidente hasta los miembros del Congreso. Al lado derecho de cada nombre, cargo y partido que representaba, había una pequeña tecla –como un cortacorriente-, que se debía dirigir hacia arriba en los casos de quienes habían sido elegidos.
Enseguida, cual máquina tragamonedas de casino, el elector accionaba una palanca en el que quedaban registrados de golpe todos los votos que había ejercido. No había lista nominal con fotografía y menos aún ¡válgame Dios!, tinta indeleble para marcar el dedo de los electores.
Así, el sistema no sólo nos resultó novedoso en su practicidad sino en la economía de tiempo y la enorme cantidad de recursos en papelería electoral. Sin embargo, no todos los centros de votación funcionaban así. De hecho, muchos estados tienen formas distintas de decidir su voto universal; en algunas casillas de Washington, por ejemplo, pueden votar acompañados de música de cámara.
Al filo del mediodía, flotaba en el ambiente mucho optimismo en el cuartel demócrata; decenas de pequeñas oficinas habían sido habilitadas para auxiliar a los votantes, sin la menor restricción por tratarse de la jornada electoral. Allá, al menos entonces, la idea del fraude electoral era absolutamente improbable.
Cayendo la tarde, nos dirigimos al hotel Hilton, en la avenida de las Américas, donde el Partido Demócrata había ocupado la totalidad de sus salones. La primera sensación que nos abrazó fue esa especie de democracia burguesa, donde la convicción y la libre elección siempre tenían un costo económico.
En el gran salón, al fondo, se observaba una gigantesca pantalla electrónica donde aparecía el mapa de los Estados Unidos y en el que señalaba la división territorial de cada uno de sus estados y el número de votos electorales al que tienen derecho.
El entorno era una especie de gran tianguis. Los salones estaban llenos de estanquillos donde los asistentes podían adquirir cualquier tipo de souvenirs de la elección: el afamado sombrero del tío Sam, botones, libros, fotografías de campaña y del candidato, biografías, tazas, platos… todo lo imaginable a precios estratosféricos. Del otro lado también abundaban las viandas y las barras de bebidas. Era una verdadera kermes de la democracia gringa.
Y entonces empezaron a caer los primeros resultados. La pantalla iba pintando de azul o rojo cada uno de los estados que habían sido ganando por algunos de los candidatos. Así, los demócratas empezaron a sumar entidades y a iluminar de azul la gran pantalla. Hasta que, con los 15 votos de New Jersey, lograron alcanzar la cifra mágica de 273 votos electorales.
Y empezó la fiesta. Más de los ciudadanos que de los políticos. Como sucursal de Times Square en año nuevo, llovieron millones de serpentinas y globos de color azul; la música inundó el gigantesco salón y se convirtió en una ensordecedora celebración. El joven demócrata lograba vencer al presidente. Al final, Bill Clinton alcanzó 370 votos contra los 168 de George W. Bush.
Ayer la sorpresa fue monumental e inversa. Lo cerrado de la contienda no permitía, al momento de escribir estas líneas, determinar al ganador. Sin embargo, un dólar por encima de los 20 pesos y unos mercados muertos de pánico auguraban que no serían las mejores noticias.
Independientemente del resultado, es evidente que la sociedad norteamericana está fracturada, confrontada, que la convivencia racial será cada vez más difícil y que la economía vivirá una gran turbulencia. Veremos cuál es la reacción del gobierno mexicano.
La del estribo…
- La elección del próximo presidente del Tribunal Superior de Justicia es de pronóstico reservado. Al parecer, ahí tampoco les salen las cuentas. 2. Grave lo que pasó ayer en Sefiplan. Autoridades municipales que actúan como delincuentes y gobierno estatal que no interviene, empiezan a generar la tormenta perfecta. Que nadie lo lamente después.