¿En qué momento de su infancia o adolescencia comenzó Javier Duarte su vida delictiva?, ¿qué disparó en su mente el deseo de aprovechar las oportunidades para obtener algo que no le pertenecía? Debió ser un monto pequeño, tal vez un juguete, una pluma, unas monedas, pero a ello seguramente siguieron muchos actos deshonestos que paulatinamente escalaron en monto y en valor para que, muy pronto, se viera liberado de la molesta reacción negativa de los escrúpulos.
Lo digo por la breve nota periodística publicada a propósito de una investigación del University College de Londres sobre los mecanismos cerebrales que llevan a los seres humanos a practicar la corrupción. Los científicos de la universidad londinense comprobaron que la reacción emocional negativa que producen los actos deshonestos disminuye cuando cometemos nuevas pequeñas transgresiones.
Según la singular pesquisa, todos los seres humanos contamos con un mecanismo que se activa cuando nos vemos tentados por un acto deshonesto. El problema es que ese mecanismo carece de fortaleza, es muy fácil de estropear y, al cabo de varios hurtos o engaños, termina por averiarse, hasta que el cerebro se adapta para delinquir.
¿Se imagina cuántas veces robó, engañó, defraudó, delinquió finalmente, el prófugo Javier Duarte de Ochoa para llegar a extremos lastimosos como los de dejar en franca bancarrota a todo un estado y a empinar a decenas de cómplices que también debieron pasar por los mismos procesos liberadores, si bien sus ganancias fueron muy menores a los obtenidos ilícitamente por el antaño mofletudo capo?
La revista Nature (que dio difusión a estos resultados de investigación y es una de las publicaciones más prestigiosas en el área científica) explica que los seres humanos tenemos mecanismos biológicos que intentan evitar los comportamientos deshonestos. A esos mecanismos popularmente los conocemos como conciencia o escrúpulos.
Este mecanismo nos hace sentir incómodos cuando mentimos o robamos; son los reflejos que constituyen el fundamento de los detectores de mentiras. En donde la marrana tuerce el rabo es con quienes tienen comportamientos deshonestos sumamente frecuentes y han logrado que la respuesta del cerebro ya no sea la misma.
No es necesario que el primer acto deshonesto sea grave o de grandes magnitudes; de hecho, los especialistas del University College de Londres observaron que actos deshonestos menores o casi irrelevantes son los que llevan pronto a cometer delitos más graves.
¿Se podría detectar científicamente a los corruptos?
¿Dónde anidan los escrúpulos? Los científicos midieron la actividad cerebral de los participantes y observaron que la reacción de un área conocida como amígdala, en el lóbulo temporal, fue intensa durante el primer engaño. “Con la sucesión de deshonestidades, la actividad en la zona encargada de producirnos un estímulo de incomodidad se debilitaba de manera gradual”.
Y, de pronto, algo que puede ser de una enorme aportación de la ciencia a la política: “a través de la resonancia magnética, los científicos lograron predecir los niveles de deshonestidad de los participantes de acuerdo a su actividad cerebral”.
¿No se podría en México y, en particular, en Veracruz, que partidos y dependencias orientadas al combate a la corrupción tuvieran el apoyo de un sólido staff científico, armado hasta los dientes con equipamiento de vanguardia para estudiar las reacciones cerebrales, que emitiese “certificados de impecabilidad” o “cartas de no antecedentes deshonestos” (nuestros burócratas se las gastan para crear este tipo de denominaciones) para candidatos o funcionarios, futuros o en ejercicio?
Con documento en mano, los aspirantes a un cargo público podrían presentarse con la sonrisa en el rostro a exigir su inmediata contratación, mientras que los que no pasaran el examen podrían obtener empleos en que no manejaran ningún recurso material, humano o financiero.
¿Se imaginan lo que hubiéramos podido prevenir si, por carecer de reacciones de escrúpulo científicamente demostrado, Fidel Herrera Beltrán no hubiera tenido siquiera oportunidad de ser candidato a diputado federal por, digamos, algún distrito de Tlaxcala y, mucho menos, al Gobierno de Veracruz? Por supuesto, con ello el desgraciado que anda de prófugo no habría pasado de cargar un portafolio ajeno, asintiendo con su voz chillona a cualquier orden superior e imposibilitado para ser siquiera jefe de departamento, a no ser que la actividad fuera la de hacer recortes de periódicos.
¿Qué harían personajes de la talla de Gabriel Deantes Ramos o Arturo Bermúdez Zurita, exsecretarios duartistas acusados de acumular raudamente fortunas inconfesables, a los que el Fiscal General dice que les ha instituido acción penal? ¿Qué de aquellos que disfrutan la quietud del coso de San Lázaro o están que rascan por llegar a esa especie de establo en medio de una verde pradera llamada Palacio Legislativo en Xalapa?
Por la piel y el cerebro, se descubre al corrupto
Si los estudios londinenses son un fresco recordatorio de que la ciencia puede cebarse con los corruptos, un artículo de la prestigiosa revista científica Frontiers in Behavioural Neuroscience nos da esperanzas de que el camino para rastrear determinadas variables que se ‘activan’ en la mente de personas para cometer actos de corrupción ha quedado más allanado.
Aunque puede parecer ciencia ficción, lo cierto es que hace mucho que la ciencia busca un mecanismo neuronal que explique por qué ciertas personas se desvían de determinadas normas sociales de comportamiento, con más precisión que los complicadísimos tests creados por la psicología.
La nota, reproducida en Xalapa por el portal Formato Siete, señala que Frontiers in Behavioral Neuroscience llevó adelante un primer experimento en 2014, que medía las alteraciones de la conducta de la piel en un humano (una medida de variación emocional general), al ofrecer un soborno, recibirlo o esperar para ver si se había descubierto el hecho de corrupción en el que se estaba implicado.
“Para ello se simuló una subasta y se les daba a las personas la posibilidad de sobornar al subastador para obtener beneficios. Las primeras veces, podían sobornar libremente pero, luego, el perdedor podía exigir inspeccionar la operación. Entre los resultados se encontró que tanto subastadores como sobornadores eran menos corruptos cuando sabían que podían ser observados.”
Aquí nos surge la duda sobre la efectividad de los organismos fiscalizadores, al menos a la mexicana. Si realmente cumplieran a cabalidad su función de vigilancia, y la ley les dotara de herramientas más intrusivas para detectar a tiempo cualquier movimiento que implicara desvío o defraudación de recursos públicos, no tendríamos monstruos de la corrupción como Javier Duarte de Ochoa en Veracruz, como los Moreira en Coahuila, los Borge en Quintana Roo, los Duarte en Chihuahua o los Padrés en Sonora, solo por mencionar los casos más paradigmáticos.
La impunidad la aviva
Pero sigamos con la ciencia. Según la nota, con el experimento la actividad electrodérmica aumentó cuando la persona decidió actuar de forma positiva, honesta y prosocial. “La mirada del otro (o la posible mirada del otro) es la que sanciona el oportunismo. Por el contrario, cierta percepción de impunidad o probabilidades altas de que no sea descubierto, disminuyeron esa descarga electrodérmica.”
En los últimos lustros hemos padecido una situación paradójica: se han creado verdaderos entramados legales, instrumentales e institucionales para impedir o detener la corrupción (con cada vez más altos costos presupuestales) y, en contrapartida, los montos por actos de corrupción se han disparado hasta grados exorbitantes. Aquí en Veracruz, Javier Duarte, a punto de convertirse en el mayor ladrón de nuestra historia, habría desviado recursos por unos 180 mil millones de pesos (el presupuesto total de la entidad en dos años) y, sin embargo, casi concluye su periodo de gobierno sin que hubiera una acción para detenerlo. No han servido los mecanismos inhibitorios ni de castigo, y la impunidad hace que el fenómeno nos estalle en la cara.
Los científicos siguieron evaluando las conductas y los laberintos de la mente en lo que ya denominan el comportamiento de un cerebro corrupto y en uno de los últimos artículos sobre el tema concluyen que la explicación a esas ‘conductas corruptas’ podría estar ‘alojada’ en la parte del lado izquierdo del cerebro, lo que ha provocado un debate sobre si las medicinas o la terapia podrían combatir la tendencia a la corrupción. Los neurocientíficos se han situado para el análisis en una pequeña región del cerebro, llamada circunvolución frontal inferior izquierda.
Dirigidos por el profesor Li Shu, los expertos en el área del Institute of Psychology at the Chinese Academy of Science encontraron que en el cerebro se activa un “papel fundamental” en esa zona cuando “la gente prefiere perseguir la riqueza a expensas del bien moral”. Li Shu está convencido de que el cerebro de un corrupto actúa con estímulos concretos y adquiere patrones determinados. Las personas con circunvolución más activos tenían una tendencia más fuerte a sacrificar la conducta moral por dinero (en otras palabras, eran más fácilmente ‘sobornados’).
En abierta confrontación con lo que considera nuestro erudito presidente Enrique Peña Nieto, para quien todos somos corruptos porque es un rasgo intrínseco de los mexicanos, para Frontiers in Behavioral Neuroscience, la actividad corrupta obedece a un comportamiento humano que puede tener raíces también en cuestiones biológicas, psicológicas, culturales y sociales, las cuales interactúan para influir y no son necesariamente disyuntivas.
Pero que no se pierda la esperanza. El doctor Ge Jianqiao, neurólogo de la Academia de Altos Estudios Interdisciplinarios de la Universidad de Pekín, considera que el estudio de las funciones cerebrales de los funcionarios corruptos podría descubrir una conexión física con el comportamiento. Si esto se comprueba, que es el próximo paso que quiere develar la ciencia, los científicos podrían buscar formas alternativas para modificar el comportamiento, incluyendo la medicación o psicoterapia.
Hay que recordar que en China se castiga la corrupción con la pena de muerte, pero antes de ello los funcionarios condenados podrían aportar algo a la ciencia al aceptar (es posible que no tengan alternativa) que sus cerebros sean analizados más a fondo, mediante escaneo. Por el momento, esto enfrenta numerosos desafíos técnicos, según concluye la mayoría de los eruditos consultados. Antes de analizar a los corruptos, habría que analizar a los honestos para establecer un modelo de un “cerebro normal”.
Si diversos investigadores mexicanos hicieran algo similar, podrían –ya sabemos– llenar varias veces el Estadio Azteca con ‘conejillos de Indias’, habida cuenta de la verdadera plaga de corruptos que asuelan nuestra hacienda pública.
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