Miguel Ángel:
Ya no es extraño que en todas partes aparezcan acusaciones contra los más importantes hombres del régimen estatal que, en parte, se extinguió desde el 5 de junio pasado. La mayoría de los veracruzanos desea, claro está, que quienes hicieron de nuestro Estado esto que estamos viviendo, no queden sin castigo. Pero ¿por qué quienes hoy hablan tan alto y señalan con marcas impecables, permanecieron silenciosos tantos años? Esas resignaciones y conformidades que de pronto estallan, son pruebas del abatimiento moral de los veracruzanos, de la triste sumisión frente al poder. Es evidente que hoy el pueblo espera que algo se haga. No mucho, porque amargas experiencias le han enseñado cuán blanda es y cómo se dobla la justicia al peso de las razones políticas.
Son otras las penas, alejadas de códigos y tribunales, las que el pueblo conoce y aplica antes de intentar esa última razón que es indiscutiblemente suya, la violencia, la prepara lenta y largamente como si quisiera dar oportunidades de rectificaciones y enmiendas. Construye primero lo que los viejos estadistas llamaban “opinión pública”, forma previamente una, desordenada pero real, presión sicológica y demanda justicia y cambios pacíficos.
En ese momento estamos y hasta donde se puede recordar ningún régimen como el que gobernó en el pasado inmediato, recibió tan pronto, un fallo inapelablemente condenatorio. Este es un hecho que los gobernantes actuales deben estimar en su justo valor político, que es -se castigue o no a los culpables- de enorme importancia, porque de este episodio, cargado de consecuencias y de las soluciones que se apliquen, dependerá el modo de la existencia estatal en el futuro inmediato.
Pero no podemos pensar solamente en mañana, hoy mismo las circunstancias -parecen indicar que nos acercamos al caos- son ya extrañas y contradictorias. La más notable es que los cargos contra los funcionarios del pasado se expresan, ya sea por acciones jurídicas o por otros medios mucho más reales, cuando aún ocupan espacios importantes del poder público quienes apenas unas cuantas semanas atrás formaban parte de la “nomenclatura” del Estado. Se levanta así la imposibilidad lógica -una profunda contradicción política- que no permitirá que se conviertan en investigadores o jueces aquellos que de algún modo fueron con otras, distintas investiduras, coautores de los grandes males ocasionados a Veracruz.
Se dice que lo útil no es lograr que se definan las responsabilidades del pasado sino crear ahora los instrumentos legales necesarios para que lo que aconteció no vuela a suceder jamás, no tanto por necesidades morales sino porque la entidad veracruzana no resistiría otra prueba semejante.
Esas ideas transparentan el propósito de sepultar los errores o probables delitos, que deben olvidarse y, secundariamente, abrir un nuevo estilo de administración controlada y vigilada a través de nuevos e imponentes organismos burocráticos.
Se remata toda la teoría declarando que el escándalo y la denigración a nadie favorecen y al contrario, lastiman la virginal imagen de Veracruz. Cuando llegue el nuevo gobierno panista, será la hora del trabajo y de la solidaridad.
Por supuesto sancionar la conducta de ciertos funcionarios no deforma la figura de nuestro estado, al contrario, lo que arrastra desprestigios es poner velos sobre hechos que nadie ignora. Además un trabajo realmente moralizador supone el recorrido de caminos paralelos: en una dirección impedir la corrupción burocrática y en la otra no ignorar la historia cercana. Hacer esto último sería simplemente ofender a una gran parte de los veracruzanos.
En distinto renglón de las contradicciones irracionales quedan los constantes llamados a la solidaridad abandonando los reclamos de justicia. Exhortaciones absolutamente falsas porque los momentos críticos de la vida de un Estado, como el nuestro, sólo pueden concluir, no por suave perdonar sino por duras acciones depuradoras. La unidad no nace de la mezcla imposible de lo heterogéneo, sino del predominio de un proyecto social. Fenómeno que acontece cuando se cierra una etapa histórica, nuevas ideas políticas aparecen y la sociedad civil se hace armónica y coherente.
Lo que valora y eleva al gobernante en el ánimo de su pueblo no es la comunicación, sino su contenido. En los días presentes, se podría decir, la confesión. Ese acto de valor y de humildad que consiste en contar a su pueblo descarnadamente, sin engaños adornos y frágiles optimismos la verdadera experiencia del líder.
Si en suma, se describiera públicamente la gravedad angustiosa de la crisis, el pueblo todo, estaría al lado de su gobernante porque para las desesperadas mayorías de los 212 municipios, principalmente serranos, es esa su habitual tarea: luchar contra la adversidad.
Que nadie imagine en horas sombrías proyectos de unidad estatal, que son nada más modos absurdos de mantener las desigualdades, sino en la unión del gobernante y la masa miserable pero potencialmente poderosa. Esa alianza, excluyente y combativa debe realizarse, y pronto, porque en el horizonte ya asoma el amanecer del caos.
Te saludo con afecto de siempre.
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