—Para hacerme el tiempo más pasajero y tratar de hacértelo a ti —me dijo el maestro mientras esperábamos dentro de mi coche, atorado en otro de los bloqueos de profesores, que habían asaltado la ciudad durante muchos días—, trataré de inventar una fábula con todo y moraleja, pero para hacer más interesante el ejercicio, la iré componiendo a medida que hablo. A ver que me sale…
Yo estaba acostumbrado a muchos arranques y ocurrencias -geniales- del Gurú, pero esto fue algo totalmente nuevo para mí. Tal vez ésa fue la razón por la que me quedé con las manos pegadas al volante, la vista perdida al frente y, y no le contesté más que con un murmullo de asentimiento.
Ensimismado en el reto que se había impuesto, el pensador no reparó en la calidad de mi respuesta y empezó a bordar su historia:
—Había una vez, una forma de regresar a casa… Hum, creo que eso ya lo había dicho alguien así antes… ¡Claro! ¡McCartney! ¡Golden Slumbers!
Huelga decir que él, como muchos jóvenes de estos días, era fanático de los viejos y queridos Beatles, y no dejaba pasar oportunidad sin traer a colación alguna de sus geniales composiciones.
—Bueno, empiezo de nuevo —se recompuso y atacó—: Érase una vez… un prodigioso hipopótamo que había logrado bajar de peso hasta tener las dimensiones de una vaca. Las de una vaca muy gorda, habría que reconocer, pero nada que ver con la voluminosidad de los otros miembros de su especie. Fueron muchos meses de sacrificios, con una dieta que consistía en tomar mucha agua y reducir drásticamente la cantidad de hierba que comía por las noches, cuando salía del pantano: de los 70 kilos que consumía normalmente, redujo a la mitad su cena y en las últimas semanas había alcanzado a sobrevivir solamente con 30 kilos de hojas y raíces.
Hasta aquí el maestro se había visto muy formal en su composición, pero no tardó en relucir su sentido del humor, porque lo que siguió en su historia inventada a vuelapluma fue:
—Si hubiera espejos para hipopótamos y nuestro joven ejemplar hubiera tenido uno de ellos, seguramente se habría sentido orgulloso de su aspecto, con una delgadez cercana a la anorexia (si se puede decir eso de un animal de una tonelada) y su cuerpo esbelto y sin lonjas, acinturado, con sus cuatro extremidades firmemente torneadas alrededor de sus poderosos músculos.
En ese momento, unos manifestantes se acercaron a nosotros en actitud agresiva, pero solamente nos dejaron un volante en el que expresaban su disgusto por las acciones del gobierno, y exigían un pago aún mejor para los maestros de las escuelas públicas.
Metido en su tema, el narrador no dio señales de que los había visto y continuó con el bordado de su historia:
—El único problema para nuestro héroe, es que ninguno de sus congéneres alcanzó a reconocer el enorme esfuerzo que había hecho. Las hembras no lo voltearon a ver con admiración, como él había pensado que sucedería, e incluso los machos se aprovecharon de su reducida talla para darle empellones y sacarlo de la parte del río en que ellos mandaban. Con todo, nuestro héroe no se dejó vencer por la tristeza, y mantuvo su orgullo mintiéndose a sí mismo con la idea de que había hecho lo correcto, y si no había obtenido el resultado esperado entre la manada era porque los miembros de su especie no lo merecían…
De pronto, el bloqueo se fue levantando sin que supiéramos la razón, y los vehículos empezaron a moverse hasta que quedó totalmente libre la avenida. Ante tal situación, el Gurú apresuró el final:
—Dolido en su orgullo pero mantenido a fuerza de él, el esbelto hipopótamo se fue a vivir a un pequeño estanque, en donde tiempo después murió solo y apartado, víctima de una avitaminosis generalizada que fue producto de sus extraños hábitos alimenticios. En el último estertor de su corta vida todavía tuvo fuerzas para mantener su pensamiento de que él tenía la razón, y sus congéneres nunca lo habían podido entender, por limitados y porque eran víctimas de sus hábitos.
El maestro hizo una pausa, tomó aire y me consignó la moraleja:
—Aunque el hipopótamo se vista de seda, hipopótamo se queda.
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