Era noviembre del 2012. Javier Duarte de Ochoa presentaba su segundo informe de gobierno y enviaba un mensaje de optimismo: “Vienen buenos tiempos de progreso, oportunidad y de justicia para todos. En unos días más se abre un espacio renovado. Enrique Peña Nieto tomará protesta (sic) como presidente constitucional y se abre un espacio para alcanzar mejores entendimientos y establecer una estrecha colaboración entre el gobierno federal y Veracruz”.
Eran aún tiempos de esperanza. Al evento asistieron los gobernadores priístas del Estado de México, Coahuila, Puebla, Nayarit, Jalisco, San Luis Potosí, Hidalgo, Yucatán, Chiapas y Quintana Roo. Estuvo presente el ex gobernador Miguel Alemán Velasco, y los ex funcionarios federales Fernando Gómez Mont y Rafael Macedo de la Concha.
Javier Duarte veía un futuro prometedor y así se los hizo saber a los veracruzanos: “Hoy a dos años de gobierno se respira un aire de optimismo razonado. Sí hay mucho por hacer, pero juntos hemos sentados los bases de lo queremos hacia adelante”.
A cuatro años de distancia, estas palabras suenan huecas, falsas. Nos dejan la impresión de que fuimos engañados, no sólo por el gobernador en funciones, sino por las altas expectativas que generó el retorno del PRI, en la figura de Enrique Peña Nieto, a la silla presidencial.
La semana pasada la empresa Standard & Poor’s dio a conocer que bajó la perspectiva de la calificación de crédito de México a «negativa» desde «estable» debido a expectativas de un aumento de la deuda gubernamental, por lo que podría bajar la nota ‘BBB+’ dentro de los próximos 24 meses.
Según la empresa calificadora, el cambio de la perspectiva para el país refleja «una posibilidad de al menos una en tres de bajar la calificación en los próximos 24 meses si el nivel de deuda del gobierno o la carga de intereses presenta un deterioro superior a las expectativas, y aumenta la vulnerabilidad de las finanzas públicas ante los shocks adversos».
En 2015 la deuda neta del gobierno federal representaba el 42% del Producto Interno Bruto (PIB); se prevé que para 2016 esta carga llegue al 45% y se acerque a 47 y 48% del PIB entre los años 2018 y 2019.
Para tener una mejor referencia de estos datos, valga recordar que en 2005, hace poco más de 10 años, la deuda sólo representaba el 28 por ciento del PIB.
Similar al tema de la corrupción, en el que el gobierno federal asume una doble moral (son estigmatizados los gobernadores señalados por corruptos, pero minimizados los casos que involucran a funcionarios federales o al propio Presidente) en el caso de las finanzas públicas se exhibe el deterioro de los estados, pero se disimula la crisis nacional.
Hoy la deuda de estados y municipios alcanza los 529.7 mil millones de pesos, sin considerar la suma de otras obligaciones financieras, como los bonos cupón cero, o la deuda con proveedores y contratistas.
El analista David Colmenares Páramo, de El Financiero, advierte que una característica de la deuda actual, es que «los plazos para pagarla se alargan, producto de las reestructuraciones, lo cual da alivio en el corto plazo, y buenas comisiones, baja el servicio durante la gestión del gobierno que reestructura, pero queda hecho el camino para que el siguiente gobernador también reestructure, y así hasta al infinito».
Y anticipa:
«Se percibe en el futuro cercano, una situación de ingresos presupuestales limitados, no sólo por la gran dependencia de las participaciones en los ingresos propios de estados y municipios, sino porque las perspectivas de crecimiento no son optimistas, ni las señales de la economía mundial y en cualquier caso la prudencia presupuestal es obligada, inclusive en condiciones de jauja. Los nuevos gobernantes en ambos órdenes de gobierno (estados y municipios) deberán estar conscientes de lo que les espera y asumir presupuestos conservadores, transparentes y bien hechos. Esto incluye que sus funcionarios cercanos sean gente con experiencia en la materia, no los cuates, ni los compromisos políticos».
Pareciera un mensaje puntual para Veracruz y su próximo gobernante.
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