En la edición de octubre pasado de la revista Nexos, José Woldenberg –respetado entre intelectuales y poco comprendido entre la raza– tuvo el desatino de retirarse a reflexionar y abandonar la alegría del carnaval de culpas y el caos que tanto nos apasiona.
Y partir de una serie de premisas, el expresidente del IFE y uno de los artífices de la transición política en México refiere que, en el último tramo de su historia, México construyó una incipiente democracia pero, a la luz de los conflictos sociales emergentes, es evidente que la vida social reclama algo más: “un Estado de derecho digno de tal nombre y una convivencia medianamente equitativa”
En el recuento de los daños, la democracia ha sido una millonaria inversión con pocos dividendos. Dice Woldenberg: “Hoy tenemos pluralismo y libertades (siempre frágiles), pero las relaciones entre las personas y entre éstas y las instituciones públicas y privadas no suelen cobijarse en normas universales y eficientes. En demasiados casos es la ley del más fuerte la que se impone, reproduciendo no sólo asimetrías sino inyectando altas dosis de agravio y rabia.”
Según su razonamiento, México logró sustituir un régimen autoritario de gobierno por una germinal democracia. “Todos los signos de ese régimen de gobierno están a la vista: elecciones competidas, pluralismo en los Congresos, equilibrio de poderes, ampliación de las libertades, y súmele usted. Si se comparan los comicios de ayer con los de hoy, el mundo de la representación, los márgenes de libertad del presidente, el rol de los Congresos, la labor de la Corte, los cambios son notables y tienen un claro sentido democratizador”. Si es esto cierto, entonces, ¿dónde está el origen del caos, la corrupción y la impunidad que vivimos?
Lo explica así: existe un malestar profundo con la vida política del país. O para ser más exactos, un desencanto con los agentes e instituciones que hacen posible la reproducción de un sistema democrático: partidos, Congresos, políticos, gobiernos. “El fastidio es tal que me temo que podamos tirar al niño junto con el agua sucia, es decir, los avances democráticos (que no son valorados con suficiencia), juntos con los problemas que deben ser abordados desde la nueva realidad que inaugura el régimen pluralista”.
Las fuentes del desencanto son múltiples y variadas. El malestar se alimenta de la sobreventa de expectativas que se irradiaron a lo largo del proceso de transición democrática. Evidentemente, eso lo digo yo, estas expectativas se fueron al caño cuando los partidos políticos y sus gobiernos quisieron entender que no necesitaban de la sociedad para reproducirse. Bastaba con prometer el cambio.
La reflexión obligada es: ¿pasa lo mismo en Veracruz? No lo sabemos. Hasta el periodismo se ha vuelto monotemático. No hay análisis, si siquiera un humor cáustico que justifique nuestra irreverencia. Los ciudadanos se alejan cada vez más de la política pero, en una paradoja recurrente, no hay otra cosa que consumir.
Los medios hablan de política, las redes hablan de política, los empresarios hablan de política, los estudiantes hablan de política. Pero todos lo hacen desde la indignación y el coraje; pocas cosas escuchamos para conciliar intereses y salir adelante. Pero las razones pesan menos que las pasiones.
Hoy Veracruz es una sociedad a la deriva, no sólo porque no sabemos quiénes habitan la embarcación, hacia dónde nos dirigimos y si los líderes que nos hemos impuesto están capacitados para llegar a buen puerto. Las cosas indican que no.
Si las reflexiones de Woldenberg no lo explican todo, sí lo hacen en una buena parte.
La del estribo…
“… métele la wilson, métele la nelson, la quebradora y el tirabuzón, quítale el candado, pícale los ojos, jálale los pelos, ¡sácalo del ring!” ¡Política pura, chingaos!