Serían las diez y media u once de una noche despoblada y diletante. Mientras subía al Parque Juárez por las escaleras que están a un costado de la Pinacoteca, escuchaba First Song, esa lindura de Charlie Haden que abre el disco más reciente de Rubalcaba, Charlie, una producción del año pasado con la que rinde homenaje al entrañable bajista iowano.
Desde el rellano escuché un grupo de tenues voces femeninas y masculinas que se reían en inglés. Cuando terminé el ascenso, desde el puesto de churros pude ver una insólita reunión que se desarrollaba en la terraza del Ágora: Hiromi Uehara, Esperanza Spalding, Terri Lyne Carrington, Miguel Zenón, John Patitucci, Chris Potter y Gonzalo Rubalcaba observaban Los Lagos desde el mismo lugar en el que, dos siglos atrás, el Barón Humboldt atisbó, asombrado y carisonrriente, el Cofre de Perote, el Pico de Orizaba y «la falda de la cordillera hacia el Lencero, Otates y Apazapa, el río de la Antigua y el Océano.» (Alexander Von Humboldt)
En el momento en que los vi, las mujeres se despidieron y se perdieron a la izquierda de Juárez, en las escaleras que comunican con la entrada a la galería y al foro abierto.
Mientras me dirigía a los que quedaron, escuchaba el solo de Matt Brewer en esa pieza, tan evocador del sonido robusto, certero y dulce de Haden como contrastante del que le oímos al mismo bajista el año pasado, en el Festival Internacional JazzUV, cuando dotó de sólidas y energéticas bases a la Suite de los Meridianos de Antonio Sánchez. Es de esos jazzistas camaleónicos, pensé, que son capaces de mimetizarse hasta perderse en el paisaje del proyecto en el que están inmersos, recordé al Zawinul que acompañó a Cannonball Adderley y al Zawinul, diametralmente opuesto, de Weather Report, pensé en el polícromo Chick Corea y, por supuesto, en el múltiple Miles Davis.
Cuando llegué, Rubalcaba estaba solo, estuve tan absorto en la música que no me percaté del momento ni la circunstancia del mutis de sus amigos. Me saludó con el afecto con que se recibe a un sueño añejo y recurrente, pero yo estaba seguro de que era nuestro primer encuentro.
Estoy escuchando Charlie, le dije, específicamente First Song y no puedo evitar remitirme a la versión con la que tú y Paul Motian se sumaron al colosal homenaje que le rindió a Charlie Haden el Festival Internacional de Montreal entre el 30 de junio y el 8 de julio de 1989.
Ocho noches de gloria suprema en las se escribieron otras tantas páginas que quedaron archivadas en la antología de lo más granado del jazz. Felizmente están registradas fonográficamente y podemos seguir participando de la comunión de Haden con jazzistas tan destellantes como Joe Henderson, Al Foster, Geri Allen, Paul Motian, Don Cherry, Ed Blackwell, Egberto Gismonti, Pat Metheney, Jack Dejohnette, Paul Bley, la Liberation Music Orchestra, también plagada de estrellas, y un joven pianista cubano que se mostraba al mundo con un impresionante dominio de la técnica, el sabor de la isla y una personalidad magnética: Tú.
Una sonrisa abierta y tropical fue su única respuesta. Al fondo sonaba el solo de guitarra de Adam Rogers en la pieza Hermitage.
No recuerdo exactamente si te conocí con esa grabación, que se publicó con el nombre de Discovery, o con The Bleasing, el disco que grabaste en 1991 al lado del mismo Haden pero esta vez con otro monstruo de la batería, Jack DeJohnette. Un par de años después vino Diz, ese monumento que erigiste a nuestro extrañado Dizzy Gillespie (con la diferencia, claro, que yo no lo conocí y tú, siendo muy joven, grabaste con él), arropado por otra infalible sección rítmica, la que formaron el bajo de Ron Carter y la batería de Julio Barreto.
Después vinieron otras producciones que también seguí, pero con esas tres te conocí y me enfrenté a una manera de desgranar, desparramar, ametrallar notas que brotaban como hormigas voraces que avanzan hacia un costal de azúcar caribeña. Las 88 teclas parecían confabularse para desafiar al escucha, para despertar en él sensaciones que iban del asombro a la catarsis, del desconcierto a la trepidación sensorial.
Disfrutaba inmensamente la corriente vertiginosa de notas que, algunas correteándose, otras tomadas de la mano, se sumaban a la catarata sónica para empapar el aire y aterrizar salpicándolo todo o deviniendo espuma que cobija al agua.
Disfrutaba el maremágnum, insisto, pero cuando escuchaba, justamente, First Song, en Discovery, I Remember Clifford y Con Alma, en Diz, y las versiones de Bésame mucho y Blue in Green y tus originales Sin Remedio, El Mar y, especialmente, Mima, las cuatro contenidas en The Blessing, me parecían verdaderas bendiciones, ojos del huracán deslumbrante y hasta hipnótico, cierto, pero a veces, me parecía, próximo al exceso, a la saturación. Agradecía tanto escucharlos como hubiera agradecido ver un muro liso de cal y canto en medio de la Alhambra o un verso llano, limpio de ornamentos, en un soneto de Góngora.
En esos tiempos, Michel Camilo también cabalgaba potros desbocados y daba la impresión de que el nuevo jazz latinoamericano tenía mucha prisa por alcanzar alguna meta que solo sus artífices conocían.
Los temas que te menciono eran, como te dije, ojos del huracán tras los que retornaba el vórtice arrasador y yo, que tanto había disfrutado el remanso pensaba, lo confieso: que alguien le esconda los discos de Peterson y le ponga a la vista los de Bill Evans.
Charlie Haden, lo digo con cariño y respeto, siempre fue un amansa fieras capaz de apaciguar los ímpetus de Pat Metheny en Beyond The Missouri Sky, provocar la mansedumbre de Keith Jarrett en Jasmin (claro, Jarrett venía saliendo de esa enfermedad que lo tuvo postrado durante un año y de grabar, al final de ella, The Melody at Night, With You, ese disco tan íntimo y desnudo, pero algún mérito debe concedérsele al bajista) y lograr que tú, en varios pasajes de Nocturne y Land of the Sun, arribaras a la serenidad esbozada en las piezas que te mencioné.
Por todo esto disfruté tanto cuando conocí tu disco del año pasado, Charlie, en el que, cierto, por momentos brotan tus bríos pero la atmósfera general es la del Haden navegante de las mares serenas, profundas y traslúcidas como el iris del Caribe.
Cerrar el disco con Silence es un gran acierto porque buena parte de la música de Haden está contenida en el silencio, en eso que sucede cuando dos notas se separan lo suficiente para que entre ellas quepa un universo. La manera en la que la interpretan, es uno de los homenajes más profundos y sentidos, al bajista, que he escuchado.
Agradezco toda tu carrera, me has regalado grandes momentos, pero especialmente este disco porque volviste a sorprenderme, ahora a base de sobriedad y modestia, esos atributos de gigante pero dime, ¿es un cambio o, más bien, una evolución de tu estilo o solo una excepción, un paréntesis? En una de sus dedicatorias, Borges le dice a María Kodama: Qué misterio es una dedicatoria, una entrega de símbolos. ¿Este disco es una misteriosa devolución de los atributos que te brindó?
Sonrió y me dijo las tres únicas palabras que pronunció en la noche: Nos veremos pronto. Se quedaron resonando un tiempo y fueron diluyéndose en las sombras, en diminuendo unísono con su imagen.
https://vimeo.com/75618465
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