Ayer hablamos de un presunto plagiario real, Alfredo Bryce Echenique, y dos consumados copiones literarios, Pierre Menard y César Paladión (ver enlace al final), hoy hablaremos de algunos casos de carne y hueso que, más que plagiar, se han valido de textos ajenos para nutrir su obra, y de un plagiario confeso.
El año 2009, seguramente inspirado por Menard, Paladión o ambos, el joven escritor argentino Pablo Katchadjian se propuso la reescritura de El Aleph. Menos modesto que sus tutores, decidió engordar el texto, a las 4000 palabras del original borgeano agregó 5600 de su propio peculio y lo publicó bajo el título de, justamente, El Aleph engordado, un texto novedoso cuyas escenas, personajes y ritmo son ajenos al original. La idea, según una entrevista concedida por el autor a Juan Terranova:
«Se me ocurrió sola, como un dictado de ese segundo plano que piensa estos asuntos. Un día, de la nada, escribí en mi libreta: ‹Engordar textos –p.ej. El Aleph›. Unos meses después empecé a hacerlo. Y fue bastante trabajoso, porque quería permanecer en una posición intermedia al engordar: no ser yo ni tratar de ser Borges, es decir, no perderlo a él ni perderme a mí. Sí deslizarme a veces más para uno y otro lado, pero sin llegar a ser paródico –porque no quería eso– ni tampoco, digamos, hostil y agresivo –ya que el texto me estaba recibiendo, había que ser amable. Y sí: si El Martín Fierro ordenado alfabéticamente está hecho por un robot en un minuto, El Aleph engordado está hecho por un artesano a lo largo de varias semanas.»
Supongo que a Borges, le gustara o no el resultado, el experimento le habría divertido. Su viuda y heredera universal de sus derechos de autor, María Kodama, mucho menos lúcida y nada lúdica, emprendió un juicio por plagio en contra del autor:
«Él ha robado la propiedad intelectual, él no ha pedido permiso, él ha hecho lo que ha querido, una estupidez (…) Y sobre todo una soberbia pensar que una persona puede poner su obra al lado o que pueda parecerse a la de Borges», declaró, indignada, al programa televisivo argentino Telenoche.
Para dicha de todos los pensantes y sensatos, según reportó la misma fuente:
«La Sala V de la Cámara de Apelaciones en lo Criminal y Correccional Nacional dictó la falta de mérito para el escritor Pablo Katchadjian, procesado por violación de la propiedad intelectual por el libro ‹El Aleph engordado›, a la espera de que un grupo de peritos determine si se adulteró o no la célebre obra de Jorge Luis Borges.»
El de Kenneth Goldsmith es un caso excepcional entre los casos excepcionales. A diferencia de las obstinadas e infructuosas tentativas de Bryce Echenique por tapar el plagio con un dedo, y de la actitud experimental de Katchadjian, el poeta estadounidense ve en el plagio la nueva musa inspiradora, el moderno detonador de la creatividad.
«En la prehistoria digital de los noventa -comenta Andrea Aguilar en la entrevista titulada Kenneth Goldsmith: ‹Internet es surrealismo› que se publicó en el diario español El País el año pasado-, ante la catarata apabullante y arrolladora de texto que trajo consigo Internet, Goldsmith se preguntó qué sentido tenía seguir escribiendo. ¿Por qué no tomar parte de ese material, cambiar el contexto y declararse autor? ¿Por qué no convertir la apropiación literal en un acto creativo? Abandonó su carrera como artista plástico y se reinventó en poeta experimental. Aquellas preguntas cuajaron en un curso universitario y en un libro de ensayo del mismo título, Escritura no-creativa (Caja Negra). También comenzó a publicar poemarios. En Day, copió todas las palabras de la edición del 1 de septiembre de 2000 de The New York Times; en Traffic, transcribió todos los partes de tráfico que dio una emisora durante un puente, y leyó un extracto cuando fue invitado a la Casa Blanca en 2011.»
En el cuerpo de la entrevista, a la pregunta «¿Qué queda de la literatura tal y como ha sido entendida tradicionalmente?», el poeta responde:
«Quedan todas esas palabras, pero las estamos recontextualizando. Las ideas no se han perdido. Es como si nos preguntáramos qué son los viejos discos de soul. La música disco los sampleó y remezcló. Un escritor también puede ser alguien que toma viejos artefactos culturales y los remezcla, los usa de una manera distinta a como fueron concebidos por los productores originales.»
En la férrea defensa de la literatura que define como apropiacionista, nos descarga la de la obligación de la lectura:
«A los escritores les encanta pensar que sus libros son leídos, yo sé que los míos no lo son. La gente piensa o habla de ellos, pero nadie los lee. Esto es nuevo, porque hasta los vanguardistas más radicales siempre fantaseaban con la idea de que tenían lectores. Yo no los tengo, pero tengo un público que reflexiona sobre lo que hago. Si estableces que se trata de textos difíciles que en su mayor parte no van a ser leídos, quitas un peso tanto al lector como al escritor»
Nada de novedoso tienen las citas textuales, las reescrituras ni los guiños y los homenajes literarios, en el drama Palinuro en la escalera, contenido en su vasta y sesuda novela Palinuro de México, Fernando del Paso retoma la «putilla del rubor helado» que cierra el poema de José Gorostiza Muerte sin fin, uno de los más grandes de la poesía mexicana del siglo XX, de manera similar al homenaje que rindió Diego Rivera a La calavera garbancera que concibió José Guadalupe Posada a principios del siglo pasado, con La Catrina de su mural Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central.
Otro guiño literario, que me fue revelado por Fernando Elías Boullosa: Xavier Villaurrutia, en su Nocturno de la alcoba dice:
La muerte toma siempre la forma de la alcoba
que nos contiene.
Juan José Arreola, en su Bestiario, le erige un sorprendente y hermoso monumento:
Las mujeres toman siempre la forma del sueño que las contiene.
El ecuatoriano Jorge Enrique Adoum publicó, en 1976, la novela Entre Marx y una mujer desnuda. En 1993, la dramaturga mexicana Sabina Berman escribió Entre Pancho Villa y una mujer desnuda, nadie ve ahí un plagio, se trata de un guiño.
El Ulises de James Joyce, esa reescritura de La Odisea homérica, es una de las novelas más robustas y trascendentes del siglo pasado a decir de una gran cantidad de teóricos y críticos literarios, gente respetadísima y de probada estatura intelectual. Un bestsellerero, cuyo nombre no quisiera ni mencionar pero debo hacerlo para que no quepa la menor duda, Paulo Coelho, ha osado declarar:
«Soy moderno porque hago que lo difícil parezca simple y, así, me comunico con el mundo entero (…) Los autores de hoy quieren impresionar a sus pares. Uno de los libros que hizo ese mal a la humanidad fue el Ulysses, que es solo estilo. No hay nada ahí. Si tú disecas el Ulysses, da para un tweet»
Entre Coelho y una mujer desnuda, la mera neta, nadie duda.
Como comenté ayer, el 23 de abril de 1996 se celebró por primera vez el Día Mundial del Libro y del Derecho de Autor, decretado por la UNESCO el año anterior para «rendir un homenaje universal a los libros y autores en esta fecha, alentando a todos, y en particular a los jóvenes, a descubrir el placer de la lectura y a valorar las irremplazables contribuciones de aquellos quienes han impulsado el progreso social y cultural de la humanidad»
La mejor manera de celebrarlo es enfrentándose a un libro. Ya terminaron de leer esta columna, desconéctense y vayan a su librero, tomen alguno de sus títulos más entrañables y no se permitan dormir hasta agotarlo porque, si se duermen, se los comerán los gusanos.
PRIMERA PARTE: Pierre Menard y César Paladión │ Elogio del plagio / I
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