La imagen es contundente, un hombre al que le falta una pierna pero le sobran arrojos (entiéndase la metáfora) espera impávido y desafiante la llegada a un comando pletórico de piernas pero carente de arrojos.

Manzanas levemente heridas
por finos espadines de plata,
nubes rasgadas por una mano de coral
que lleva en el dorso una almendra de fuego,
peces de arsénico como tiburones,
tiburones como gotas de llanto para cegar una multitud,
rosas que hieren
y agujas instaladas en los caños de la sangre,
mundos enemigos y amores cubiertos de gusanos
caerán sobre ti. Caerán sobre la gran cúpula
que unta de aceite las lenguas militares
donde un hombre se orina en una deslumbrante paloma
y escupe carbón machacado
rodeado de miles de campanillas.

Acaso el sol se presentó en la limpia mañana de diciembre para iluminar la gallardía de su paso por la calle Enríquez, para dar fe de su aplomo, su prestancia, la precisión marcial de sus botas bruñidas.

Avanzan, bajo un azul tan impecable como el de sus uniformes, con sus pulcros escudos absolutamente transparentes y sus armas eléctricas cargadas con pilas nuevas, listas para demostrar su eficiencia.

Pueden recibir instrucciones escritas porque quienes están frente a ellos les enseñaron a leer; saben hacer cuentas porque los de enfrente les develaron los secretos de la aritmética; tienen nociones de historia, geografía y ciencias naturales porque ellos, hacia quienes se dirigen, con paciencia sin límite fueron mostrándoles los mapas, platicándoles historias, llenándoles la cabeza de abejas y de polen, de árboles con nidos, de ríos que transcurren con su fauna trashumante, de insectos, de reptiles y esas cosas.

Van jubilosos a encontrarse con los jubilados porque ellos, oh paradoja, les transmitieron los valores de la responsabilidad, el profesionalismo, el civismo.

Avanzan con paso firme pero el fantasma de la bestia sobrevuela, como pájaro rapaz, encima de sus cascos relumbrantes blandiendo su fino espadín de plata con el que rasga las nubes y provoca un aguacero de orina ponzoñosa que los empapa y los salpica de espinas de rosal y de batracios. Uno de los de enfrente apela a sus sentimientos pero donde estaba su corazón ahora late una almendra de fuego. Otro, al que le falta una pierna pero le sobran dignidad y valentía, los enfrenta impertérrito y honorable y recibe un escupitajo de carbón machacado. El fantasma de la bestia ha iniciado su ritual de execración y la limpia mañana de diciembre se va manchando con sus secreciones virulentas, desprecio de la paloma, inyección de la lepra.

Porque ya no hay quien reparta el pan ni el vino,
ni quien cultive hierbas en la boca del muerto,
ni quien abra los linos del reposo,
ni quien llore por las heridas de los elefantes.
No hay más que un millón de herreros
forjando cadenas para los niños que han de venir.
No hay más que un millón de carpinteros
que hacen ataúdes sin cruz.
No hay más que un gentío de lamentos
que se abren las ropas en espera de la bala.
El hombre que desprecia la paloma debía hablar,
debía gritar desnudo entre las columnas,
y ponerse una inyección para adquirir la lepra
y llorar un llanto tan terrible
que disolviera sus anillos y sus teléfonos de diamante.
Pero el hombre vestido de blanco
ignora el misterio de la espiga,
ignora el gemido de la parturienta,
ignora que Cristo puede dar agua todavía,
ignora que la moneda quema el beso de prodigio
y da la sangre del cordero al pico idiota del faisán.

Los jubilosos, ahora poseídos por las oscuras ninfas del cólera, lo han olvidado todo, ya no saben leer, se enredan con la aritmética, ignoran los misterios de la espiga y del gemido de la parturienta, se han convertido en amnésicos autómatas que avanzan sobre la muchedumbre como peces de arsénico, tiburones, gotas de llanto que enceguecen. Uno jalonea violentamente a un anciano para despojarlo de su pancarta y, al hacerlo, derrama su orina sobre la deslumbrante paloma. Otro reparte descargas eléctricas para quemar el beso de prodigio. Todos empujan, golpean, forjan cadenas para los niños, fabrican ataúdes sin cruz, alimentan las fauces de la bestia con la sangre del cordero.

Los maestros enseñan a los niños
una luz maravillosa que viene del monte;
pero lo que llega es una reunión de cloacas
donde gritan las oscuras ninfas del cólera.
Los maestros señalan con devoción las enormes cúpulas sahumadas;
pero debajo de las estatuas no hay amor,
no hay amor bajo los ojos de cristal definitivo.
El amor está en las carnes desgarradas por la sed,
en la choza diminuta que lucha con la inundación;
el amor está en los fosos donde luchan las sierpes del hambre,
en el triste mar que mece los cadáveres de las gaviotas
y en el oscurísimo beso punzante debajo de las almohadas.

Los maestros que enseñaron a los niños las luces maravillosas que venían de los montes, ahora gritan ultrajados, escapan como pueden, los que pueden, del maremágnum de baba corrosiva en que se encuentran, la paloma llora de rabia y de impotencia, los mares se llenan de cadáveres de gaviotas y el sol, que llegó para atestiguarlo todo, relumbra furibundo sobre el insultante azul de las telas empapadas de sudores asquerosos.

Pero el viejo de las manos traslúcidas
dirá: amor, amor, amor,
aclamado por millones de moribundos;
dirá: amor, amor, amor,
entre el tisú estremecido de ternura;
dirá: paz, paz, paz,
entre el tirite de cuchillos y melones de dinamita;
dirá: amor, amor, amor,
hasta que se le pongan de plata los labios.

Justicia, justicia, justicia claman los viejos de manos traslúcidas ante cada embate de la abyección. Justicia, justicia, justicia gritan los ancianos con la voz electrizada por las picanas, con los músculos magullados, con los cuerpos dolorosos, con las bocas locas de fuego, con la verdad ondeando por sus cielos, con los labios de plata, con los rostros de luna plena, con la vida acurrucada en los pliegues de su piel, con la razón que es flor de sus jardines, con la dignidad, diamante de diamantes, luz que obnubila los ojos inyectados de los lobos.

Mientras tanto, mientras tanto, ¡ay!, mientras tanto,
los negros que sacan las escupideras,
los muchachos que tiemblan bajo el terror pálido de los
directores,
las mujeres ahogadas en aceites minerales,
la muchedumbre de martillo, de violín o de nube,
ha de gritar aunque le estrellen los sesos en el muro,
ha de gritar frente a las cúpulas,
ha de gritar loca de fuego,
ha de gritar loca de nieve,
ha de gritar con la cabeza llena de excremento,
ha de gritar como todas las noches juntas,
ha de gritar con voz tan desgarrada
hasta que las ciudades tiemblen como niñas
y rompan las prisiones del aceite y la música,
porque queremos el pan nuestro de cada día,
flor de aliso y perenne ternura desgranada,
porque queremos que se cumpla la voluntad de la Tierra
que da sus frutos para todos.

Sucia mañana de diciembre, paloma lacerada, pústula que carcome el rostro de una niña, amasijo de flores putrefactas y gusanos repugnantes; sucia, sucia mañana de diciembre, carcajada sulfurosa, vómito de tripas pestilentes no podrás con las voces de los ancianos que han de gritar como todas las noches juntas: justicia, justicia, justicia hasta que su que su voz de cielo sea paloma inalcanzable, hasta que su voz de agua inunde los desiertos, hasta que su voz de tierra sea cultivo, hasta que su voz, cadáver de elefante, se convierta en humus que fecunda, hasta que sus labios sean de plata.

NOTA:
El poema en cursivas se llama Grito hacia Roma y forma parte del libro Poeta en Nueva York escrito por una de las plumas que dan luz a nuestro idioma desde hace casi un siglo, la de Federico García Lorca, una luminaria que fue apagada en 1936 por las huestes del generalísimo Francisco Franco, personaje con el que se identifica, según declaró en una entrevista radiofónica en 2009, cuando era Secretario de Finanzas, Javier Duarte de Ochoa.

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