Algunos días que parecen cualesquiera, ya por designio genético, ya por conjunción astral, ya por simple artificio del destino nace una niña cuyas primeras exploraciones de la voz tienen mucho de musical o un niño que en cuanto tiene la estatura y la fuerza necesarias levanta la tapa del grandevo piano familiar y empieza a explorar las sonoridades que brotan de esa larga dentadura.
Y de los labios de la niña salen melodías antes que palabras y aprende a hablar y a cantar al mismo tiempo.
Y el niño sorprende a todo mundo porque un día convoca a la familia para que lo escuchen tocar Las mañanitas y el Cielito lindo, piezas que sacó solito, guiado solamente por el oído y la intuición.
Cuando van creciendo, los padres los mandan con un maestro particular, a una academia de música o al taller de la casa de la cultura y cuando llega el concierto del debut van los padres, los tíos, la abuelita, el novio de la hermana y los cuates más cercanos, todos emperifollados y nerviosos y aplauden excitados cuando la orquesta aparece en el escenario y se conmueven hasta el llanto y se hinchan como pavorreales cuando la voz de la niña se aparta del coro o la del piano de la de la orquesta para interpretar su solo.
La abuelita inicia la colección de programas de mano, recortes de periódicos, fotos, grabaciones, todos los testimonios de que esa familia, gracias a los buenos oficios de la música, escapó del tedio y la rutina y se instaló en el camino que conduce a la felicidad.
Así pasan los años de la primaria y el inicio de la secundaria hasta que llega la infeliz adolescencia con sus sacudidas hormonales, sus cuestionamientos existenciales, su terca inestabilidad.
Después llega la prepa toda llena de romances y dubitaciones vocacionales y más tarde la universidad. Y los ensayos van siendo relegados por las tareas, y las partituras por los apuntes, los libros, las fórmulas, los tratados, y al cabo de los años la niña de la voz dulce y afinada se convierte en la más eficiente de las ingenieras y el párvulo pianista, en el cirujano más notable.
Lo son, en buena medida, por crecieron con la sensibilidad a flor de piel, con la alegría que el arte da. Ahora son personas libres y felices, que tendrán familias felices e hijos libres. Qué dicha.
Pero a veces la música, más que una virtud pueril y un estado de dicha temporal, es un viático, una convocatoria que no puede desatenderse, otra forma de respirar, de transpirar, de alimentarse, de latir. Son los casos de Valentina Marentes y Lucía Gutiérrez, de 13 años de edad la primera y 14 la segunda, xalapeñas que no enfrentarán el dilema de la elección vocacional; no tienen que preguntarse qué serán en el futuro porque ya son cantantes y eso serán toda la vida, lo supe cuando las vi en el concierto de Paty Ivison (maestra de ambas) al que fueron invitadas.
Su presencia en el escenario fue mucho más que el toque «mono» de la tarde, fue una explosión de talento, una exposición de los motivos de la voz, las razones de la sensibilidad, los porqués de la creación.
Su calidad interpretativa no estaba en impostaciones melodramáticas y cursis sino, por ejemplo, en esos dedos que trascendían la función metronómica para devenir en crótalos de luz, pulsación de los sentimientos que brotaban a borbotones cargados de feeling y de swing.
Y qué decir del scat, esas mariposas que salieron de sus labios y aletearon por todos los rincones de la tarde para partir después y no volver nunca más.
Irán conociendo cada vez mejor su instrumento, dominando la técnica, encontrando su manera personal de decir decir la vida a través del jazz pero ya han sido dadas a la luz y su vuelo no se detendrá jamás.
Han nacido dos pájaras con vocación de trino, dos oficiantes de la voz, dos labriegas de la canción.
Han nacido dos estrejazz, celebremos.
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