En México, ser narco ha comenzado a ganar la aceptación social, al tiempo que ser policía o incluso funcionario de mayor rango es motivo de rechazo.
Se pueden discutir las razones por las que sucede lo anterior, pero muy pocos se atreverían a negar ese hecho.
Habrá quien diga que la victoria cultural de los delincuentes sobre las personas a las que la sociedad paga para defenderla tiene que ver con la corrupción que prevalece en las áreas de procuración de justicia.
Otros más buscarán adentrarse en la idiosincrasia del mexicano y sostendrán que el bandolerismo y la justicia social siempre han caminado de la mano en la historia nacional.
El caso es que los crímenes de la delincuencia organizada comienzan a pesar menos entre las cosas que los mexicanos condenan, mientras las acciones de la autoridad son vistas con cada vez mayor suspicacia.
Hace tiempo que los narcocorridos se convirtieron en vehículo para rendir pleitesía a traficantes y sicarios. Y la imitación del estilo de vida de los criminales se convirtió en moda en la vestimenta, el diseño y la arquitectura.
La victoria cultural del crimen organizado se ha ido consumando batalla tras batalla.
No encontrará usted muchos organismos de derechos humanos que señalen a los delincuentes con la misma fuerza con que apuntan a funcionarios.
Tampoco escuchará usted a demasiadas organizaciones feministas protestar por la forma en que los narcotraficantes cosifican a las mujeres.
Sin embargo, buena parte de esas batallas se han librado en el imaginario colectivo.
Hoy los narcos son casi héroes mientras los funcionarios y políticos, villanos.