Hace poco me cambié de casa. Pocas cosas en la vida me causan tanto estrés como una mudanza, sin embargo pocas cosas me brindan tan grande oportunidad de hacer un recuento de vivencias y recuerdos, así como de reencontrarme de una manera tan profunda conmigo misma y replantearme en la actualidad, así como de proyectar qué dirección quiero, cómo y dónde me veo a futuro (a mediano o largo plazo).
Mudar, que viene del latín mutare y que en un significado más completo quiere decir cambiar de sitio, es la perfecta alegoría para movernos de un estado de relativa estabilidad a un estado profundo de reflexión y renovación.
Primero está decidir el lugar, cómo lo queremos, cómo lo necesitamos y si está dentro de nuestras posibilidades; si será para compartir con amigos, con la pareja o en un retiro a la vida solitaria. Ese primer ejercicio nos hace escuchar nuestras necesidades de espacio, no solo en cuanto a volumen, sino en cuanto a cualidades y particularidades. Una vez resuelto y antes del paso más pesado (empacar), comenzamos a empalmar nuestro “hábitat” conocido y lo que contiene con el nuevo espacio. Empiezan las decisiones de distribución de los espacios, los muebles, etc.
Después viene la parte que a mí me cuesta más: empacar. Al sacar las cosas de donde están, al seleccionarlas, al reencontrarnos con cartas, documentos, fotos, libros, ropa y demás cosas, con el objetivo de decidir qué se va con nosotros y qué no, nos enfrentamos con pasajes y momentos de nuestra vida que tal vez quisimos olvidar, que tal vez solo guardamos o que atesoramos en lo más profundo; pero también nos encontramos con partes de nosotros que no queríamos ver o que, por alguna razón, decidimos posponer.
Mudarse de casa o apartamento implica un acto de limpieza y reconocimiento en todos sentidos. Es la oportunidad de repasar quién hemos sido y de decidir quién queremos ser y hacer un inventario material e inmaterial de con qué contamos para la nueva etapa. En el proceso hay lágrimas, hay alegría, hay duelos y también estrés, pero después llega la recompensa.
Debo decir, en mi caso, que nunca me he arrepentido de nada que haya desechado (fotos, cartas, ropa, partituras, libros, etc.), ni de lo que ha sobrevivido en el baúl de los recuerdos por 10, 20 o 30 años. Es todo un ritual de desapego y de dejar ir lo que en definitiva ya no va con la persona que somos en el momento presente y el futuro inmediato.
Una vez hecha la limpieza de cosas nos avocamos a clasificar y empacar desde lo más preciado y delicado hasta lo que terminamos haciendo bolas en alguna bolsa, caja o costal. Los más organizados seguramente rotulan cada cosa como debe ser y los más meticulosos envuelven el plástico burbuja, espuma plástica o periódico la vajilla, los cuadros, jarrones y demás. Si llevamos, además, todo limpio a la nueva casa, el proceso de desempacar y acomodar será mucho más placentero (y menos cansado).
Llegado el gran día, comienza desde temprano la movedera de cajas, la cargada de muebles y las urgencias de último momento. Son horas de intenso trabajo físico que requieren de mucha coordinación y cooperación. Siempre se agradecerá la ayuda extra. Tal como cuando necesitamos un gran esfuerzo para hacer grandes cambios en la vida, nunca está de más la ayuda sincera y desinteresada de alguien dispuesto a fletarse con uno, entendiendo que todo tiene límites…y horario. Nunca olvido a los amigos y amigas que me han echado la mano en esos momentos, tanto reales como metafóricos: han hecho todo el proceso más ágil, agradable y más sencillo de llevar a cabo.
Por último: a desempacar. Cada cosa en su lugar y comienza la materialización de esas proyecciones que ideamos cuando nos decidimos por ese espacio. Si hay que hacer algunas adecuaciones como cortineros, algún mueble o librero que haga falta, etc., será parte de los días, semanas, o meses siguientes. Lo importante es dejar el espacio habitable y funcional lo más pronto posible, para luego irle dando forma como nuestro nuevo hogar, para descubrirnos más ligeros –a pesar del cansancio- y renovados, con un nuevo impulso para iniciar una nueva etapa.
Mudar de casa, de trabajo, de ciudad, de circunstancias, puede ser angustiante, pero la emoción de poder replantearnos y reinventarnos, después de dejar atrás algo que ya no está vigente en nuestra vida, también es un enorme regalo que siempre se agradece. Los árboles mudan su follaje y los animales migran o cambian su pelaje porque la vida funciona por ciclos que de manera constante se renuevan.