El buen fotógrafo de jazz es el que retrata
la condición entre profetas solitarios
y jornaleros cumplidores de los músicos
(Antonio Muñoz Molina)
¿Qué sería del jazz sin la fotografía?
(Esther Cidoncha)
Sorprender los rostros en el acucioso oficio de reflejar lo que pasa en el corazón, en el alma, en la barriga, en donde quiera que se encuentre el manantial de donde brota el jazz, ese es el quehacer de Esther Cidoncha, hacer de la fotografía un contenedor de emociones, de tensiones, de musculatura viva y de nervios que se crispan.
«Esther Cidoncha sabe captar tan agudamente en los músicos de jazz esa presencia imponente y sin arrogancia tan particular de ellos»,
ha dicho Antonio Muñoz Molina de la fotógrafa argelina residente en Madrid que, además de interpretar partituras coreográficas contemporáneas y dar clases de pilates, ha destinado 25 de sus años a poner en papel no solo las imágenes sino también el sonido, el aroma, la emoción, el humo del cigarro, el sabor del vino, la parafernalia entera de las tocadas de jazz.
«¿Qué será (…) el rostro para el fotógrafo -se pregunta Saramago en los Cuadernos de Lanzarote- ¿Un discurso, una voz, una pluralidad de discursos y de voces? (…)
«Los rostros solo son verdaderamente auténticos cuando están desprevenidos: el miedo, la cólera, un impulso que no puede vigilarse, expresan la verdad total de un rostro.»
Como Johnny Carter, el personaje de la ficción cortazariana, Esther Cidona persigue caras, expresiones, risas, instantes de éxtasis, momentos de oración y nos entrega, no el rostro de Dee Dee Bridwater en el momento del canto sino la imagen misma de su voz, la sonoridad de las carcajadas de James Moody y Erick Reed, la concentración de Dezron Douglas, Javier Colina, Gerald Cannon y Javier «Melón» Lewis, la devoción casi religiosa de Ran Blake ante su piano; esos momentos fugaces en que los rostros se abandonan, se desentienden de las formas estudiadas; esos momentos en que los rostros, rostros son.
«Siendo, sin duda, -continúa Saramago- instrumentos de la voluntad, de la necesidad o del deseo, las manos son, incomparablemente, más libres que el rostro. Componemos la expresión de la cara, no guiamos la expresión de las manos y, si en alguna ocasión lo intentamos, en seguida recuperan su autónomo modo de ser».
Las manos intérpretes son, también, piedra toral de la estética cidonchana, manos labriegas, dedos que pisan pistones, cuerdas, teclas, parcelas del diapazón donde se encuentran las palabras precisas del discurso instantáneo que, tras pronunciarse, se irán flotando, vaporosas, hasta su propia extinción. Y también hay pies femeninos que acompasan el ritual. Y también hay dientes, siluetas cabizbajas y párpados abatidos por las ráfagas de la emoción.
«Entiendo que entre el jazz y la fotografía hay ciertas similitudes. Por ejemplo, su espontaneidad, la captación de emociones, experiencias que se traducen en un breve instante», afirma la fotógrafa y explica la razón de su renuncia al color:
«Entiendo que la fotografía en blanco y negro basta por sí sola para expresar el jazz por su lenguaje sobrio, puro, austero, sugestivo, evocador…, no necesita el color. Para mí el color es un aderezo extra, lo asemejo más a otro tipo de lenguajes, quizá más el pop, el rock, que son lenguajes con muchos más aderezos, más decoración, mientras el del jazz es austero y sobrio. La esencia del blanco y negro retrata perfectamente y se asemeja más al jazz».
Quizá por eso, el de Esperanza Spalding es el único (el único que conozco, al menos) retrato hecho en color, porque Esperanza es, como su nombre lo indica, explosión abrazadora, abrasadora.
Recientemente la editorial La Fábrica ha publicado When Lights are Low. Retratos de Jazz, un volumen formado por 180 fotografías en blanco y negro que dan testimonio de 24 años (1990-2014) de una mirada minuciosa que espera, con paciencia de felino, el momento decisivo para dar el salto al obturador.
Como el río de Heráclito, los rostros, las manos, los pies fluyen incesantemente hacia nuevas expresiones pero los momentos se quedan indelebles y ya no pertenecen a los músicos, ni a la música, ni a la autora, ni a la fotografía sino al repertorio de formas del universo.
La colección es acompañada por textos escritos ex profeso por Antonio Muñoz Molina, Wadada Leo Smith, Chema García Martínez y José María Díaz-Maroto, notables notarios que dan fe de que alguna vez, en algún lugar, la dicha fue.
«Dicen los antropólogos -concluye Saramago- que a las manos, en gran parte, debemos el cerebro. No cuesta nada creer que sea así, tan fácil es saber lo un cerebro es, solo por ver lo que hacen las manos».
Al ver sus fotografías, pienso que Esther Cidoncha tiene las manos en los ojos, los ojos en el corazón, el corazón en el cerebro y todo junto, apretadito, en todos los rincones del alma.
Ver También: La música de la cámara fotográfica │ Roberto Domínguez
CONTACTO EN FACEBOOK CONTACTO EN G+ CONTACTO EN TWITTER