Barriga llena, corazón contento, ¿quién no rubrica ese refrán?, ¿quién no ha estado, ya sea por razones financieras, laborales o de cualquier índole en ese punto en el que, si pudiera, se comería no solo lo que se le pusiera enfrente sino, incluso, a quien se le pusiera enfrente?, ¿quién no, después de una de estas hambrunas, come, devora, se atraganta hasta quedar como perrito de rancho? La necesidad alimenticia es muy obvia pues sin gasolina, nada más no arranca el carro pero ahora me entero, gracias al artículo El gusto por la cocina facilitó la aparición del cerebro humano que publicó Daniel Mediavilla la semana pasada en el diario español El País, que la comida cocinada fue un factor evolutivo primordial para que nos convirtiéramos en el ser vivo con mayor capacidad de crear (y de destruir) que existe en el planeta.
Resulta que el cerebro humano constituye solamente el 2% de la masa del cuerpo pero consume el 25% de nuestra energía, por otro lado, ha duplicado su tamaño en los poco más de dos millones de años que tenemos en esta bendita tierra que tanto amamos, la pregunta es ¿cómo le hizo la evolución para lograr tal hazaña? y la respuesta parece encontrarse en nuestra peculiar manera de mantener la barriga llena. Cito a Mediavilla:
Richard Wrangham, profesor de antropología biológica de la Universidad de Harvard (EE UU), estima que, si comiésemos como los chimpancés, necesitaríamos cinco kilos de alimento diario para sobrevivir. Además, procesar toda esa comida, en la que se incluyen frutas y algunos animales pequeños, requeriría pasar seis horas diarias masticando. En su opinión, el cambio que habría liberado la energía necesaria de la comida es la cocina. Pasados por el fuego, los alimentos se vuelven más fáciles de digerir y en la misma cantidad que crudos dejan más calorías en el organismo.
(…) Una incorporación antigua de la cocina sería una manera de explicar cómo fue posible la transformación física de los humanos que protagonizaron los erectus. La dieta más fácil de procesar habría permitido una reducción en el tamaño de los colmillos y la longitud del intestino, liberando energía para cebar un cerebro en crecimiento.
(…) En un estudio publicado en PNAS, Wrangham y otros colaboradores calcularon el tiempo que los chimpancés, los humanos y algunas especies extintas pasaban cada día masticando y comiendo. Los chimpancés ocupan en estos menesteres el 48% de su tiempo frente al 4,7 estimado para los humanos. Una especie extinta como el Homo erectus empleaba el 6,1% de su tiempo a masticar y comer y los neandertales llegaban al 7%.
Esta liberación de tiempo y energía, además de facilitar cambios físicos habría tenido consecuencias sociales. Eudald Carbonell, investigador del Instituto Catalán de Paleoecología Humana y Evolución Social (IPHES) y codirector de los yacimientos de Atapuerca, considera que el control del fuego y su aplicación a la cocina fue relevante para el crecimiento del cerebro humano.
Y hasta aquí la cita que nos explica cómo el refrán podría mutar en barriga llena, neuronas jubilosas y justo el engrandecimiento del cerebro nos permitió llevar la cocina hasta niveles culturales y rituales de exquisita dimensión, hay un pasaje de la novela de Sándor Márai La mujer justa en el que Lázar, el refinado escritor, en medio de un bombardeo reflexiona:
(…) la cultura se está acabando (…) y, con ella, todo lo que la forma. Las aceitunas solo eran una mínima parte del sabor de la cultura, pero junto a muchos otros pequeños sabores, maravillas y portentos contribuían a formar el asombroso aroma de ese guiso fantástico que llamamos cultura. Y ahora, todo eso se está muriendo. (…) Se muere aunque las piezas sueltas sobrevivan. Es posible que en un futuro vendan aceitunas rellenas de tomate en algún lado. Pero se habrá extinguido el grupo de los seres humanos que tenían conciencia de una cultura. La gente solo tendrá conocimientos y no es lo mismo. Sepa que la cultura es experiencia (…). Una experiencia constante, como la luz del sol. Los conocimientos son solo una carga (…) por eso me alegro de que usted al menos haya probado esas aceitunas.
La gastronomía es una de la formas más refinadas de la cultura y eleva al ser humano a niveles sublimes, es aliada del buen gusto y del arte de la seducción. El sexo, que siempre anda buscando (y encontrando) maneras de aparecer con sucias intenciones que están muy alejadas del noble acto de la perpetuación de la especie (¡qué asco!), encuentra en ella el vehículo idóneo para protagonizar el final de una cena íntima (¡qué rico!). El arte culinario nos provee, incluso, de un eufemismo; en estas circunstancias la actividad sexual se convierte en un platillo gourmet y el refrán ahora reza: barriga llena, hilarante condón.
La gastronomía, esa sacrosanta invención, nos permite tener, a la vez, la barriga llena, el corazón contento y la entrepierna brincando de júbilo dionisaco. Hasta aquí todo es delicia pero resulta que se aparece un prestigiado chef estadounidense, Anthony Bourdain, y devasta la suculenta escena cálido-húmeda esgrimiendo su texto No coma sin antes leer esto, que apareció en Letras Libres hace ya algunos años; cito algunos fragmentos:
La buena comida, el buen comer, es cosa de sangre y de vísceras, de crueldad y descomposición. Se trata de la grasa de cerdo cuajada en sodio, apestosos quesos de triple crema, de las tiernas mollejas y los hígados distendidos de animales jóvenes. Es cosa de cuidado arriesgar las fuerzas oscuras y bacterianas de la res, el pollo, el queso o los mariscos. Puede que las primeras doscientas siete almejas Wellfleet lo hayan llevado a un estado de rapto, pero la doscientos ocho quizá sea la que lo mande a la cama con sudores, escalofríos y vómitos.
La gastronomía es la ciencia del dolor. Los cocineros profesionales pertenecen a una sociedad secreta cuyos antiguos rituales surgen de los principios del estoicismo ante la humillación, la herida, el cansancio y las amenazas de la enfermedad.
(…) Digamos que hoy es una noche tranquila de lunes, que usted acaba de dejar su abrigo en el elegante y remodelado Art Deco en el distrito Flatiron y que está por hincarle el diente a un grueso trozo de atún aleta amarilla sellado con pimienta o a veintiuna onzas de carne Black Angus certificada, bien cocida. ¿Qué es lo que le espera?
El especial de pescado está a buen precio y el lugar recibió dos estrellas del Times. ¿Por qué no pedirlo? Si lo que le gusta es el pescado guardado desde hace cuatro días, entonces adelante, pídalo. Así funciona esto. El chef pide sus pescados y mariscos el jueves por la noche. Llega el viernes en la mañana. Espera vender la mayoría esa noche y la del sábado, que es cuando sabe que el restaurante estará más concurrido, y probablemente termine de sacar las últimas órdenes el domingo por la tarde. Muchos proveedores de pescado no entregan en sábado, así que lo más seguro es que el atún del lunes por la noche haya estado dando vueltas en la cocina desde el viernes temprano y quién sabe en qué condiciones. Cuando una cocina está en pleno ajetreo, las condiciones ideales de refrigeración prácticamente no existen; en esa urgencia hay demasiadas aperturas de la puerta del refrigerador mientras los chefs hurgan frenéticos y mezclan el atún con el pollo, el cordero y los cortes de res. Aun cuando el chef haya ordenado la cantidad exacta para el fin de semana y haya tenido que volverlo a hacer el lunes por la mañana, la única garantía de que el producto no se vuelva desecho es que haya un chef en extremo meticuloso que se asegure de que el proveedor esté entregando pescado fresco del domingo.
Ante este variopinto panorama decidan ustedes si prefieren ver la comida como uno de los factores que nos hicieron tan inteligentes, como una necesidad vital o como un oficio escatológico de crueldad y de riesgo, por mi parte prefiero unas aceitunas rellenas de tomate que, en combinación con un buen vino, conduzcan la velada a esa lúbrica actividad que tanto amo, especialmente si no se ejerce con el noble fin de perpetuar la especie.
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