Necesidad de legislar sobre el voto en blanco
Por Francisco Berlín Valenzuela*
Desde hace varias semanas, algunos politólogos y analistas han expresado una preocupación que podría resumirse como: manifestar el sufragio en favor de alguien o anular la boleta electoral.
Mucha tinta se ha empleado para justificar cada una de esas posiciones. En mi caso, trataré de argumentar las razones que poseo en favor de la emisión activa del sufragio, es decir, de votar en favor de quien se estime conveniente.
El elector tiene un derecho fundamental que es: emitir su voto. Pero también tiene el deber ineludible de informarse respecto de: las cualidades; preparación; desempeño; trato; experiencia; propuestas; fama pública; honorabilidad; carácter; vocación de servicio a la comunidad; relaciones humanas y políticas; y congruencia ideológica de quienes pretendan una candidatura.
Cumpliendo este deber, un futuro elector no podrá ser engañado fácilmente. Por más que a través de los medios de comunicación los bombardeen con mensajes de falsos contenidos, o que los partidos políticos, ignorando a la ciudadanía, desvirtúen el espacio que debieran ocupar las propuestas, emitiendo “spots” meramente publicitarios.
Un ciudadano bien informado es prácticamente inmune a la manipulación. En este sentido tenemos que reconocer que no hay manera de suplir la responsabilidad ciudadana que a cada quien corresponde. Justificar la indolencia o el desinterés de los electores, es conceptualizarles desde una perspectiva paternalista y –hasta despectiva–, aduciendo como causas de su supuesta minusvalía ciudadana: la condición étnica, la ignorancia, la precariedad económica, etc. Conocer -cuando menos-, su entorno inmediato, es una condición esencial de un ciudadano elector.
Por lo demás, la madurez y la capacidad de ejercer el poder del voto por parte del pueblo ha quedado más que demostrada, en cuando menos dos elecciones recientes. En el año 2000 y en 2012 nuestros conciudadanos decidieron cambiar el rumbo del país y no hubo despensas, favores, condicionamientos, o regalos, capaces de manipular su preferencia comicial. Por alguna extraña razón, a muchos ensayistas y politólogos se les olvida –o pierden de vista–, ese hecho.
En aquellos años, ante la colosal dimensión de la transición partidista, no pocos editorialistas llegaron a declarar que –finalmente-, habíamos arribado a la madurez democrática. Pero, cuando el comportamiento electoral no coincide con sus preferencias, se vuelve a usar el viejo recurso del “pueblo inerme”, susceptible de ser manipulado y engatusado por dádivas de campaña.
Lo anterior evidencia que cuando la nación ha decidido cambiar, como en los años 2000 y 20012, Ernesto Zedillo y Felipe Calderón, pese a tener a su disposición todo el aparato gubernamental, numerosos medios de comunicación, recursos económicos y el capital político en el que se traduce el ejercicio del poder, nada pudieron hacer para evitar la voluntad política del electorado.
De ahí, que no hay que subestimar la capacidad de los mexicanos para decidir porque -pese a lo que se diga-, sí saben escoger el rumbo que la nación necesita. Cuando quieren salir a votar, simplemente, salen. Demostrado está.
Sin embargo, es incuestionable que actualmente resulta necesario legislar importantes reformas que perfeccionen nuestro sistema democrático y electoral a fin de llenar lagunas, corregir imprecisiones, evitar perversiones e introducir instituciones nuevas de probada eficacia para mejorar la vida política de un país.
Desde hace más de dos décadas, he venido insistiendo en la conveniencia de introducir y legislar, en nuestro sistema electoral, el llamado “Voto en Blanco”, a la manera en que lo vienen ejerciendo ciudadanos de otros países. Que no es otra cosa que la previsión de incluir un espacio en las boletas electorales con el objeto de que el elector – cuando ningún candidato sea de su agrado-, lo marque. De esta forma cumplirá con su responsabilidad ciudadana, de manera activa. Porque además, ese voto blanco se computará y tendrá un peso político específico. Pero lo más importante es que debe de acompañarse de una norma para que su emisión se traduzca –dentro del recinto parlamentario-, en un espacio físico de “curules vacías”.
Es de imaginar el efecto político que -en determinado momento-, produciría el hecho de ver un espacio de las cámaras integrado por “curules vacías” y con letreros alusivos al voto en blanco, que mostraría una inconformidad del electorado durante el periodo legislativo. Además, el mecanismo se acompaña también, de la previsión para reducir los recursos asignados a los partidos en una proporción equivalente a la cantidad emitida de votos en blanco.
Es más, se puede agregar la sanción de que si el voto en blanco supera -por ejemplo-, el 30% de la votación emitida, la elección tenga que reponerse.
Es entendible que los partidos políticos serán los primeros en estar en contra de esta iniciativa, porque no obstante que sería de gran estímulo para mejorar la deficiente calidad de nuestra democracia, ellos se verían obligados a cambiar radicalmente su forma de actuar, sus prácticas políticas y sus métodos para seleccionar a los candidatos
En el caso de la anulación del voto, podemos afirmar que carece de trascendencia -para el efecto que suponen quienes ahora lo promueven- porque es muy cuestionable el efecto ético-político que supuestamente produce. El voto nulo equivale a desechar el voto, despojándole de su principal significado: manifestar -a través de la preferencia electoral-, la voluntad política de los ciudadanos.
En nuestras actuales disposiciones electorales la previsión del voto nulo existe para precisar el caso en que resulta imposible determinar en favor de quién se ha emitido un sufragio. Por lo mismo – aparentemente-, se considera que no beneficia a nadie y que, tampoco, tiene peso para la asignación de representantes[1].
Es preciso y urgente modificar la ley, por el desencanto e incredulidad ciudadana que se observa respecto de las elecciones. Pero, por ahora, anular es desperdiciar un voto. Lo mejor -en cada elección-, es hacer un ejercicio previo de análisis y tratar de decidir la mejor opción, escogiendo -en todo caso-, lo menos malo de las candidaturas propuestas por los partidos. Si en éste momento, ninguna de las opciones nos satisface –apoyar una candidatura independiente es otra alternativa,- en el futuro resultará conveniente participar –directa y personalmente-, en alguna asociación, agrupación o partido para buscar influir en la vida política de nuestro entorno.
Pero entre anular o votar, la disyuntiva es falsa. El electorado debe de salir a ejercer la sabiduría que posee y que cuando se decide a hacerla valer, resulta contundente.
En conclusión: ¡hay que salir a votar!
*Profesor universitario, Analista político. Articulista, Autor de Libros sobre Derecho Electoral y Parlamentario.
[1] Para conocer los efectos perversos que el voto nulo podría tener en nuestras próximas elecciones, recomiendo leer el artículo “¿Quiere anular su voto?, publicado por Jorge Alcocer -el miércoles 2 de junio del año en curso-, en el periódico Reforma, pág. 13.