Hace unas semanas ocurrió un evento familiar que me hizo reflexionar muchas cosas. Pude darme cuenta cómo las pasiones, los miedos, carencias y añoranzas se entremezclan con el amor, y las personas hacemos lo que podemos para llevar nuestras relaciones personales, laborales y, principalmente, familiares. Los recuerdos más bellos de la infancia nos proporcionan nostalgias hermosas pero, también, a veces se vuelven duras cargas o heridas que punzan cuando les miramos a través del cristal adulto.

A quienes fuimos afortunados de crecer en familias comunes (digamos, la mayoría de las personas), la inocencia de la infancia nos protegió de cargar con muchos de los problemas de los adultos. Fue el tiempo donde transitábamos en un universo paralelo que entrelazaba a la realidad y a la fantasía pero, sobre todo, el juego y el cariño.

Porque cuando se es niño, salvo por las formalidades escolares o de la vida, uno no tiene que específicamente ser, hacer o decir; uno es y ya, y así es aceptado, al menos entre iguales. Porque todos tuvimos alguien a quién admirar, con quién armar complicidades y diabluras, que no terminaba de caernos o que nos partía de risa; todos tuvimos el primo o prima que nos gustaba o el pariente aquel que siempre nos pareció de una extrañeza inquietante. Pero igual se juntaba la bola de primos o amigos, nos llevábamos todos, nos queríamos y también nos peleábamos y reconciliábamos a través del juego y la convivencia. No existían los juicios de valor. Todo era tan fácil, tan divertido y tan natural que por eso uno lo recuerda con tanta nostalgia.

Pero: ¿qué es lo que cambia respecto de cuando éramos niños?

De pronto crecemos y aprendemos a complicarlo todo al reforzar el ego y la personalidad; pero lo triste es que también vamos comprando broncas y juicios ajenos. Nos volvemos juzgadores y jugadores de un juego que no nos corresponde y malinterpretamos la palabra lealtad (a alguno de los padres, a ambos o a alguien en específico).

Nos volvemos víctimas de la transferencia de conflictos ajenos y nos es algo tan “normal” y cotidiano que lo adoptamos como propio, de manera inconsciente. Porque cuando comenzamos a tener voz y discernimiento (siendo aún esponjas emocionales e inocentes) vamos asimilando el lenguaje de la sombra y de los juicios adultos como si fueran verdades, como nuestra conexión y concepción del mundo; porque permean en nosotros tal como lo hacen la educación, el amor y el lenguaje afectivo y visual, solo que se va directito al subconsciente, es decir, nunca nos damos cuenta de que vamos construyendo gran parte de nuestra personalidad a través de esos juicios y prejuicios que aprendimos de los adultos, tanto como nuestros hábitos emocionales.

Entonces llega un día en que ya no nos es posible aceptarnos entre nosotros (o a nosotros mismos) como somos, sin juicios. Descubrimos que hemos renunciado a una gran familia o círculo para hacernos una que nos guste y nos acomode más.

Y eso duele; es práctico, pero duele y lastima al niño al que las memorias mantienen vivo en nosotros y nos recuerda lo más importante de esta vida: amar, ser amado, aceptar y ser aceptado solo porque sí, porque se existe y porque se interactúa con el otro. Es decir, nos olvidamos de la dignidad del ser y del amor.

Las familias se repiten, con sus situaciones, a diferentes tiempos, pero es así. Y esto tiene su lado bello: el de la aceptación incondicional, y su lado triste: la necesidad de la distancia o de límites ante las situaciones o personas que nos hacen daño, especialmente cuando en nuestra interacción ya no nos es posible ejercer la tolerancia, el respeto, el amor y la aceptación incondicional (desde luego que no estamos tomando en cuenta casos de abuso o violencia, donde se tiene que cortar o corregir la relación y proteger al niño o a la niña).

Al pensar en todo esto, me he dado cuenta del enorme daño que hacemos a nuestros hijos cada que nos escuchan emitiendo juicios negativos o quejándonos de nuestra mamá, papá, cónyuge, hijo, tía, hermano(a), etc. Porque ellos no pueden percibir todo el amor y admiración que sí sentimos por ellos y, en cambio, reciben y sienten nuestras reacciones y juicios negativos, porque esto es lo que más desconcierta a su inocencia (cuyo estado natural es el amor sin juicios) y deja una huella profunda.

Por todo esto, yo no quiero que mi hijo crezca y recuerde a su familia (o gente cercana) a través de mis juicios, de mis problemas o mis opiniones. Quiero que al hacerse mayor tenga un recuerdo desde su percepción e interacción directa con las personas y sea como tenga que ser, como los otros y él lo construyan.

Quiero que aprenda a crecer sin juzgar a las personas por los traumas (propios o ajenos), sino simplemente a observar, a sentir y a decidir lo mejor para él mismo, sin etiquetar a los demás y en un espacio de confianza donde yo juego un papel importante de protección y orientación; pero no quiero más el del condicionamiento.

Qué responsabilidad tan grande es darme cuenta de la enorme influencia que tenemos los padres sobre la manera en que los hijos vivirán, juzgarán y se relacionarán con el mundo, con la vida y con las personas, al crecer. Vale la pena que pongamos atención en qué clase de mundo y relaciones queremos que ellos interioricen y repliquen cuando crezcan.

Aprovechando que este mes –y esta semana, en especial– estamos celebrando a los niños y a las niñas, deseo que logremos conectar con nuestro niño interior, sanar las heridas a través de ese amor puro e incondicional y rescatar lo mejor de la vida a través de los buenos recuerdos de la infancia.

Por cierto, quedan cordialmente invitados a los conciertos didácticos de esta semana con la Orquesta Sinfónica de Xalapa, donde narraré y cantaré, entre otras cosas, el cuento de Tubby la tuba.

Las fechas son: miércoles 29 de abril, a las 10:00 y 12:00 horas, y el jueves 30, a las 10:00 am y 18:00 horas. La cita es en la sala de conciertos del complejo Tlaqná. Podremos divertirnos y reconectar un rato con nuestro niño interior y con quienes compartamos la experiencia.