DE INTERÉS PÚBLICO
Por Emilio Cárdenas Escobosa
Hasta donde estará el hartazgo ciudadano ante la feria de corruptelas, cinismo, ineptitudes y rapacidad de la clase política mexicana que apenas arrancan las campañas electorales para renovar la Cámara de Diputados del Congreso federal ya no se discute por quien habrá de votarse sino sobre si lo mejor es quedarse en casa o anular el voto para rechazar de esa manera a todo el aparato electoral y sus actores. Así lo demuestran artículos de opinión, campañas que alientan la abstención o miles y miles de comentarios en páginas de Internet, opiniones en la calle, en la oficina, en la escuela, el mercado y en prácticamente cualquier centro de reunión. El desencanto de la gente respecto a los políticos es mayúsculo.
Pero cualquiera que haciendo uso de su derecho a disentir o expresar su rechazo al estado de cosas decide no votar o anular su sufragio no pasará nada, puesto que en la lógica de nuestro sistema electoral los votos nulos solo tienen efectos estadísticos para medir la afluencia de votantes y por lo mismo un candidato o partido se adjudica el triunfo con un solo voto si fuera, en el extremo, el caso. No hay reglas o previsiones sobre ello, pese a que el tema de la segunda vuelta electoral estuvo en el centro del debate de la reciente reforma político electoral, donde si bien se avanzó en la descentralización del sistema electoral con la formación del INE, la reelección legislativa, con las candidaturas independientes, y un mayor blindaje en las elecciones para asegurar la equidad en la contienda, entre otros aspectos, se dejó de lado el mecanismo de la segunda vuelta electoral que no solo ayudaría a resolver conflictos en las elecciones sino que constituye un incentivo a los actores políticos a reformular las formas de hacer campaña y convencer al votante.
Por eso, como quedaron las reglas del juego, a partidos o candidatos les importa muy poco si vota el 100 por ciento del padrón o un 5 por ciento. Lo que les preocupa en todo caso es asegurar su llamado voto duro y ya está, porque el cómputo se hace sobre votos emitidos y con ello se aseguran escaños y prerrogativas, que es, al final, lo único que les interesa. Son o serán triunfos legales –si dejamos de lado toda la historia de uso de programas gubernamentales, manipulación, campañas negras, coacción o mercantilización del voto- pero definitivamente no legítimos.
Es cuestionable para muchos que individuos u organizaciones estén dedicados a promover la abstención. Se argumenta, con razón, que las instituciones y el andamiaje legal en que se sustenta nuestra forma de gobierno no son propiedad de unos cuantos sino que son patrimonio de los ciudadanos, y que lo que debe hacerse es sufragar para fortalecer e incluso ir al rescate de la institucionalidad democrática que tanto ha costado construir. No obstante, lo paradójico del asunto es que son los habitantes de ese mundo de saqueos, impunidad, despilfarro y complicidades en que han convertido la función pública, los auténticos y más fervientes promotores de la abstención: la partidocracia, los gobernantes corruptos, los legisladores venales y los servidores públicos que solo se sirven a sí mismos. Por eso en los estudios de opinión los políticos y los partidos ocupan invariablemente los últimos lugares en el aprecio ciudadano.
Pero el problema central es que los ciudadanos lo hemos permitido. Porque dejamos que otros decidan por nosotros o porque simplemente los dejamos hacer. Somos conformistas y apáticos. No nos quejamos ni alzamos la voz cuando debemos. Nos engañan candidatos y gobernantes con promesas que sabemos no cumplirán y les aplaudimos, por apatía, conveniencia o comodidad. Son ya habituales los escándalos y señalamientos de corrupción que se lanzan unos a otros los partidos, nos indignamos de los fraudes electorales, de las fortunas hechas al amparo de los cargos públicos, de las cientos de historias y casos de abusos y excesos en la administración gubernamental y no hacemos nada. No exigimos cuentas, no interpelamos, no nos movilizamos. Quizá somos así porque creemos que solo somos ciudadanos el tiempo que duran las campañas o el día que hay elecciones, que es cuando los partidos o gobernantes se acuerdan que la opinión de la gente cuenta. Solo le es útil el ciudadano al poderoso cuando debe ir a votar.
¿Qué hacer? Que cada quien actúe según sus convicciones, pero algo sí es seguro: si no votamos seguiremos abonando a que las cosas sigan igual. Hay que votar, tomarse la molestia de acudir a la casilla y optar por algo, pero hay que ir a las urnas. Votar o anular el voto pero exigiendo cuentas.
Es fundamental pasar del rechazo pasivo y transitorio a la movilización y al ejercicio activo de la ciudadanía; ver las cosas más allá del mero ejercicio del sufragio. No hay de otra si queremos que en verdad cambie el apabullante y desalentador estado de cosas