Ya sé que a muchas personas les incomoda la palabra feminismo, porque si no entendemos bien su origen, contexto, sustento y función, bien se puede confundir con “feminazismo” (palabreja inventada, inexistente para la RAE, que significa que la mujer adopte y aplique comportamientos machistas y patriarcales).

Sin entrar en definiciones o academicismos, comenzaré por explicar lo más obvio: me considero feminista porque soy mujer y porque a estas alturas del partido, después de haber vivido muchas cosas, ahora busco acogerme, cultivarme y fortalecerme desde mi naturaleza femenina. Desde luego que para llegar a este punto, primero he tenido que reconocer y renunciar a mi propio machismo y con ello he descubierto otras formas de desarrollar mi potencial y relacionarme con las personas, de manera más integral.

Como mujer, crecí en una contradictoria familia cuya madre era todo menos sumisa y sí independiente (más por circunstancias de vida que por otra cosa) y sumamente fuerte y dominante. Por el contrario, mi parte paterna fue más bien ausente y con poca interacción hacia mí. Mi madre terminó por sacar adelante a sus tres hijos, con todo lo bueno y malo que esto trajo. Sin embargo, el punto en el que sí coincidieron ambos fue que de ellos recibí una educación bastante tradicional… con sesgos machistas. Crecí siempre bajo normas de conducta especiales para hombres y para mujeres, con libertades y derechos inimaginables para mí que sí tenían los varones a mi alrededor (incluido mi hermano) y con muchos prejuicios sobre muchas cosas. Y puedo afirmar, con toda lucidez, que de chica soñaba con poder ser hombre; deseaba haber nacido hombre, al grado de odiar el color rosa y rehusarme a usar faldas o vestidos y solo querer ponerme pantalones, ya que aquellos representaban mi condición de niña en desventaja; porque como ya se sabe, las niñas “no juegan tochito, no se juntan con hombres, no andan solas, no trepan árboles ni hacen travesuras, no tienen permiso de llegar tarde o irse de viaje con los amigos”… privilegios que sí tenía mi envidiadísimo género masculino.

Felizmente, a lo largo de la vida me he topado con personas que me han enseñado y enriquecido mucho, ampliando mi visión sobre diferentes maneras de asumir la identidad femenina y la masculina. Parejas, amistades, familia, mi propia maternidad y mis descalabros (producto de mis decisiones), me han ido trayendo de vuelta a casa: a mí misma, a la mujer, mediante un largo (y a veces tortuoso) camino, donde por muchas veces mi manera de conducirme en el mundo osciló de un lado a otro, como un péndulo.

Al paso del tiempo, he descubierto por lo menos tres conductas que fueron errores garrafales para mí. Primero: el ser sumisa, que lo único que provocó fue que mi autoestima, confianza y capacidad de crear cayeran más bajo que el suelo. Tratar de satisfacer las necesidades de otros, pasando sobre las mías propias o quedarme callada, cuando necesitaba expresarme, mermó mucho en mi persona y de paso (¡oh, sorpresa!) tampoco sirvió para que prosperaran esas relaciones (personales, escolares o laborales). Segundo: el volverme una tiranita a la que había que complacer como yo quería, que criticaba y se quejaba todo el tiempo y que creía tener siempre la razón. Cuánta arrogancia que no hacía más que alimentar una inseguridad creciente y la percepción de no saber si, pese a todo, era yo lo suficientemente capaz, buena o merecedora de afecto y reconocimiento. Fui, muchas veces en mi vida, una machista competitiva, hiper-exigente (también conmigo misma), incapaz de cuidar, fomentar y generar relaciones sanas y equilibradas. Y tercero (que considero también como un comportamiento y hábito machista): el hecho de evadir emociones, duelos y dolores muy profundos para sentirme fuerte y empoderada, sin entender que eso era una trampa que se volvió casi mortal, al dar como resultado una depresión mayor con crisis de ansiedad, en la que estuve cerca de quitarme la vida. Afortunadamente mi instinto me salvó y me llevó a pedir ayuda a toda la gente importante para mí. Ahí comenzó mi proceso de sanación y se sembró la semilla que daría frutos años después, empezando con un maravilloso proceso de terapia que me dio las herramientas necesarias para irme reconstruyendo con el paso del tiempo. Han sido años (casi 12) de romper patrones, de caer y volver a levantarme y de conocerme para entenderme y funcionar mejor desde mi verdadera identidad: la femenina.

Pero estas conductas tan tóxicas, tampoco fueron fortuitas. Al crecer en una sociedad donde mujeres y hombres nos volvemos víctimas y perpetradores de un sistema patriarcal que se replica generación tras generación, no es fácil comprender lo que sucede. Cuando desde niña has sido acosada, manoseada o abusada de muchas maneras, cuando te han dicho que tú no porque eres niña, o que eres débil porque eres niña; cuando cínicamente te han dicho “solo te utilicé”, cuando te han llamado puta sin serlo (y no porque tenga algo en contra de ellas), cuando te han dicho que te hace falta un hombre que te quite el mal humor; cuando escuchas o ves conductas y medios que cosifican a las mujeres o sexualizan a las niñas, cuando te han discriminado o ignorado por ser mujer (incluso por otras mujeres) o se ha favorecido a los hombres, sin justificación; cuando tu propia pareja niega tu palabra honesta y la tacha de mentira, cuando compartir tus logros se convierte en motivo de competencia, o exponer tus penas y necesidades te vuelven una manipuladora, cuando escuchas que como él no es celoso y tú sí entonces él si puede relacionarse como guste con otras mujeres y tú no puedes ni procurar a tus amigos hombres; cuando te han dicho tonta por default, cuando te han querido dorar la píldora para convertirte en el “segundo frente”, cuando has sido ignorada en muchos aspectos por tu propia pareja o colegas; cuando te han dicho que tu papel como esposa es seguir a tu marido sin importar las circunstancias ni el contexto; cuando te han dicho que debes ir de tacones al concierto, o maquillada, cuando te han insinuado que lo que has logrado ha sido “por tu linda cara” y no por tu esfuerzo y preparación, cuando te han dicho que no importa si estudias la carrera esa que seguramente ni es carrera porque “al fin que a ti te van a mantener”… Pues no suena muy factible ser capaz de desarrollar una sana capacidad de relacionarte contigo mismo y con los demás. Lo bueno es que con el tiempo me di cuenta. Nadie, absolutamente nadie, tiene derecho de venir a decirte cómo es que debes ser mujer o cuál es tu papel en el mundo. En mi caso llegó el epifánico día del punto de quiebre y lo entendí: soy yo quien decide cómo debo ser mujer desde mi propia naturaleza, necesidades y ética. ¡Aleluya! Se acabaron las relaciones codependientes y mis quejas, de pronto descubrí más talentos y capacidades en mí de las que yo pensaba que tenía y encontré una manera más sana, amorosa, ética, compasiva y reconfortante de relacionarme con el mundo, con hombres y mujeres. Me rodeé de un círculo fuerte de amigas que asumen su naturaleza de manera natural, mágica, sorprendente, maravillosa y plena, que me ha nutrido de manera increíble. También disminuyeron notablemente los “malos entendidos” con amigos y me ha sido más sencillo construir amistades fuertes y solidarias con hombres, siendo clara, respetuosa y asertiva, sin temor a demostrar afecto. También, al acogerme a mí misma desde mi naturaleza y poder femenino, he logrado equilibrar más mis cualidades masculinas (que también las tengo) y utilizarlas a mi favor y no en detrimento de mi persona y relaciones. Al aceptar, reconocer y validar mis necesidades y emociones, he sido capaz de tomar lo bueno de mis relaciones, agradecer por ello y ahora también me siento capaz de hacerme cargo de mí misma sin necesidad de dañarme o dañar a otros. Al aceptarme a mí, soy capaz de aceptar a los demás en sus diferencias, de complementar en vez de juzgar; separar la ética de una moral hipócrita, caduca y excluyente; una ética donde yo pueda velar por mi feminismo, los otros por un “masculinismo” genuino, homosexuales por la homosexualidad y todos por el derecho a vivir dignamente y en paz; una ética donde podamos ser diferentes, pero con derechos y obligaciones que respeten nuestra identidad y dignidad.

En conclusión, soy feminista porque desde mi naturaleza y condición femenina busco un mundo más justo e incluyente, porque no estoy con mi pareja por necesidad o miedo a la soledad, sino por amor y por las ganas de compartir nuestra vida, por lo mucho que nos enriquecemos el uno al otro. Soy feminista porque me importa lo que sucede y lo que le sucede a los demás; porque quiero que mi hijo crezca con la certeza de que es bueno y legítimo permitirse sentir, amar y ser amado, el contacto físico, llorar… Que no tiene que demostrar ser el non plus ultra en todo, mientras desarrolle su potencial; que es su vocación y lo que le apasiona e inspira a lo que debe aspirar. Pero más que nada, que crezca comprendiendo la importancia de respetar y ser respetado por sobre todas las cosas, comenzando con mi propio ejemplo.

Patricia Ivison

(2015)