Es evidente que el hartazgo ciudadano con la inseguridad pública y el estancamiento económico han llevado a decenas de miles de mexicanos a protestar en las calles.
Sin embargo, también lo es que éste es un movimiento que nadie encabeza y que no ha logrado articular una propuesta concreta de cambio que sea negociable y, por tanto, alcanzable.
Probablemente algunos que estén leyendo esto nos rebatirán diciendo que en el seno del movimiento ha surgido la demanda de que renuncie el presidente Enrique Peña Nieto. Es cierto, pero ¿qué tan alcanzable es esa meta y qué efectos tendría sobre la crisis que vivimos?
Recordemos que para tumbar a los gobernantes de los países que vivieron la llamada Primavera Árabe hicieron falta semanas de movilizaciones mucho más masivas de las que hemos visto en México. En Libia, incluso una cruenta guerra civil.
Y si uno ve los resultados que produjeron esas renuncias y caídas, quizá no se haya dado el tipo de cambio que buscaban esas sociedades.
En parte, la falta de un objetivo articulado tiene que ver con el deterioro de la imagen de los partidos políticos.
Es notorio que los partidos han perdido su utilidad como vehículos de cambio, principalmente porque han perdido la confianza de la gente.
Durante la transición democrática —el paso del régimen autoritario priista al pluripartidismo—, esas organizaciones jugaron un papel fundamental.
Los principales partidos de oposición contaron, además, con la ventaja de ser encabezados, en el momento clave de la transición, por hombres con visión de Estado: Porfirio Muñoz Ledo (PRD) y Carlos Castillo Peraza (PAN).
Junto con el presidente Ernesto Zedillo, ambos construyeron un modelo de árbitro electoral ciudadano y dieron otros pasos hacia la apertura política, como la elección de autoridades en el Distrito Federal, que se convirtieron en ley y arrojaron resultados muy rápidos, en las elecciones de 1997.
Por supuesto, no fueron ideas que se originaron sólo en la cabeza de esos hombres. Eran demandas sociales que ellos supieron canalizar por la vía institucional. Pero los partidos fueron fundamentales para lograr esos cambios. Y hay que decir que, entre 1997 y 2003, México vivió su propia transición de terciopelo y fue admirado por ello a nivel mundial.
La realidad de hoy es totalmente distinta, de lo que más carece México es de liderazgos.