—¿De qué trabaja usted, patrón?
—Soy arquitecto
—Esos son los que hacen los dibujos de las casas, ¿verdad?
—Esos meros
Segundo era bajito, de piel como de barro, facciones duras, voz pausada y ojos extrañamente fulgurantes. Afable cuando entraba en confianza.
—Es que la tierra tarda en dar, de mientras me vine a trabajar a la ciudad, pero en cuando llegue la cosecha ya me voy a quedar allá, para dejar bien lustrosa la parcela.
Ignoro cómo había conseguido el trabajo de velador en el edificio de departamentos donde me hospedaba en la Ciudad de México. Su uniforme siempre estaba muy limpio y bien planchado, la camisa blanquísima y las botas brillantes. Hacía rondines toda la noche sin pegar pestaña, descansaba en la mañana y por la tarde, ya vestido de civil pero igual de impecable, salía a la banqueta con su cajón de bolero y la sillita que estaba en su cuarto de azotea.
Al regreso de la obra pasaba a que me boleara los zapatos. Se quitaba el reloj dorado que atesoraba como  parte importante de su equipo de trabajo —un velador siempre debe saber la hora en que vive, argumentaba—, lo envolvía cuidadosamente en una franela y lo guardaba en su cajón, no sin antes informarme, sin que se lo solicitara:
—Las seis de la tarde con treinta y siete minutos
—¿Y todo sereno, Segundo?
—Sereno, patrón
Y con fruición emprendía su tarea entre pláticas en las que siempre brotaba la nostalgia
—Lo que más extraño es el olor del campo cuando amanece, es que aquí siempre huele a humo de coche y a sudor de tanta gente junta
Al hablar de su tierra sus ojos destellaban una luz que contrastaba con el grisura del cielo citadino.
Con el tiempo se aventuró al hotel de la esquina para solicitar permiso de bolear zapatos ahí, pero ya tenían un bolero de planta.
Se hizo amigo de Juan, el lavacoches, y le pidió que le enseñara el oficio. Durante tres semanas ahorró para ir a la Merced a comprar sus utensilios de trabajo: una cubeta, un cepillo, un par de franelas, una esponja, detergente. Llegó contento con Juan y estuvo con él un par de días hasta que, certificada la capacitación por el instructor, empezó a ofrecer sus servicios entre los inquilinos. Y entonces dividía las tardes entre zapatos, carrocerías y parabrisas.
—Quiero que me haga al general Cuauhtémoc en grande, para ponerlo en la pared —me dijo un día y me entregó una estampita con la imagen del emperador azteca, que compró en la papelería de enfrente.
El dibujo y yo nunca hemos sido aliados. Esto sucedió a fines del siglo pasado, una época en la que las computadoras eran un artefacto imaginario, propio de las películas de ciencia ficción. Acudí a lo más avanzado de la tecnología del momento, la ampliación en fotocopias que, como pude, pasé a una cartulina y delineé con mi pluma fuente. Traté de darle algunas sombras, de ponerle un suelo para que no se cayera, de darle un fondo para que no fueran a agarrarlo descuidado. Terminada la obra, orgulloso se la entregué:
—Es que lo quería de colores, patrón
Y ahí me tuvo sufriendo más, sin saber si recurrir a los plumones, a los lápices de colores, al acrílico o a qué santo para que me ayudara. Finalmente conseguí un cartel con un cromático Cuauhtémoc, lo enmarqué y entonces sí que se puso contento:
—Gracias, patrón, Diosito me lo cuide siempre. Ya las boleadas van de mi cuenta.
Y se fue muy orgulloso, cartel en mano, en busca de un clavo y un martillo para colgarlo en su cabecera.
Supe después que por las mañanas lavaba su ropa y, entre vuelta y vuelta a todas sus ocupaciones, la iba planchando para estar muy pulcro al otro día.
—Las seis de la tarde con cincuenta y tres minutos, patrón
—¿Y todo sereno, Segundo?
—Sereno
Y volvía a guardar celosamente su reloj, a sacar el agua jabonosa, las brochas, las grasas, los cepillos, y a provocar ese chirrido con la venda que tanto disfrutaba
—Aquí también hay pájaros, patrón, pero cantan triste, como que también extrañan su tierra. Viera el escándalo que hacen los tordos cuando se apretujan en las ramas de los árboles para dormirse.
Y de sólo recordarlos, los ojos se le llenaban con esa luz que no era de ahí, sino que había traído desde su cielo tan lleno de sol y tan limpio.
Y entre los rondines nocturnos, las boleadas y los autos completaba su salario y entretenía el tiempo, desde los lunes hasta la tarde de los viernes, cuando salía con su maleta rumbo a su pueblo. Viajaba toda la noche para llegar al elevado rincón de la Huasteca, donde lo esperaban su tierra y su familia.
La mañana de los sábados era para la parcela, la tarde para los hijos y la noche para intercambiar con su mujer la ternura que acumularon durante la semana. La mañana de los domingos era para la parcela, la tarde para los hijos y la noche para el viaje de regreso.
Los lunes, cuando volvía de la obra, lo encontraba muy derechito junto a su cajón.
—Las seis de la tarde en punto
—¿Y todo sereno, Segundo?
—Sereno
Una tarde de viernes salí con mi maleta, estaría un par de semanas fuera de la ciudad
—Nos vemos dentro de quince días, Segundo
—Ora sí ya no nos vemos, patrón
—¿Por qué?
—Ya se llegó la cosecha, en la noche me voy y ya no regreso, voy a quedarme allá, con mi tierra y con mi gente
—Qué gusto, Segundo, que te vaya muy bien
—Diosito me lo guarde siempre, patrón. Ya sabe que si un día se llega por allá, nomás toma el camino que lleva a la sierra, cuenta a la de cuatro jacales y ahí me encuentra.
Ya se había despedido de Juan, el lavacoches, del contador que le pagaba, de todos los inquilinos. La hoguera de sus ojos ardía más fuerte, sus palabras eran más sonoras, su sonrisa de cristal.
Volví dos lunes después
—Las siete de la tarde con siete minutos, patrón
—¿Qué pasó, Segundo?, ¿qué haces aquí?, ¿y la cosecha?
Esta vez sus ojos recordaban, como nunca, al cielo turbio de la tarde urbana
—Se nos vino la nevada y se perdió la cosecha
Quise decirle algo pero noté que su mirada se alejaba de mí, que sus pupilas no estaban ni en mi rostro, ni en las paredes del edificio, ni en la acera de enfrente, ni estaban en ese lunes, ni en las siete con siete de una tarde de ciudad. Era una mirada puesta en la nostalgia, en el anhelo nuevamente pospuesto, en no sé cuántos sentimientos enmarañados, pero de pronto, poco a poco se fue encendiendo la luz, y los labios que habían estado tan quietos fueron dibujando una sonrisa suave, como de dicha guardada, y brotó esa voz parsimoniosa que tampoco estaba ahí, en ese lugar, sino que venía de muy lejos y en esa lontananza resonaba:
—Pero se veía rebonito el campo todo lleno de nieve.

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