Pareciera que en nuestro país los nuevos consumos estéticos y culturales de las masas no presenta problemas de digestión porque los productos son asépticos, descafeinados y ultrapasteurizados por las industrias del espectáculo y las burocracias culturales para cumplir su cometido: imponer una visión de la cultura como un bien de consumo desechable, efímero y para llenar del tiempo de ocio
En los últimos tres lustros hemos sido testigos de una nueva tendencia en las políticas culturales de cada uno de los estados que conforman nuestra república: diseñar y financiar cada vez más festivales faraónicos que cumplan la función predominante del arte industrializado: la diversión.
La diversión ocupa hoy el lugar de uno de los valores más elevados en nuestra sociedad. ¡Pues, claro!, con los contextos económicos, políticos y de inseguridad que nos están tocando enfrentar, la sociedad necesita muchas catarsis masivas, como afirma Joan Oleza de la Universitat de València:
«Su efecto sobre el espectador es muy parecido a la catarsis que Aristóteles atribuía a la tragedia: “la diversión realiza la purificación de los afectos”, y al realizarla “promueve la resignación”. De ahí que, en última instancia, la diversión tenga como objetivo “la apología de la sociedad. Divertirse significa estar de acuerdo […] Divertirse significa siempre que no hay que pensar, que hay que olvidar el dolor, incluso allí donde se muestra […] Es, en verdad, huida, pero no, como se afirma, huida de la mala realidad, sino del último pensamiento de resistencia que esa realidad haya podido dejar aún. La liberación que promete la diversión es liberación del pensamiento en cuanto negación”
Tal vez por eso se ha puesto de moda que cada año los estados organicen festivales que compiten por captar la mayor cantidad de públicos de su entidad y sueñan con la atracción de consumidores pasivos de las demás entidades y, ¿por qué no?, hasta del extranjero. Así se vive hoy, con políticas culturales de la postmodernidad, donde los ejes son el consumo, la globalización y las nuevas tecnologías
En México hemos pasado de la implantación doctrinaria del nacionalismo revolucionario, con aquellas estrategias del muralismo, la escuela mexicana de pintura, las misiones culturales, las megainfraestructuras museísticas, etc., a pretender entrar a la modernidad universal con el geometrismo de los años 70, las grandes exposiciones internacionales de los 80 y 90, y la homologación de nuestros programas estéticos, para arribar a este siglo XXI con la financiación de seductores productos globales.
Veracruz no es la excepción. Tengo para mí que, desde que se lanzó a los circuitos internacionales el gran espectáculo Jarocho!, dimos el tour de force al crear y distribuir por el mundo nuestro folklore como un producto para la globalización -de la misma manera que las nuevas fusiones de nuestras músicas están luchando por entrar a la dimensión de la world music, por ejemplo-, pero sin dejar de ir comprando franquicias globales como el Hay Festival, para obtener un lugar en el mapa de los destinos culturales mundiales y de invertir en nuestra Cumbre Tajín, anual, como laboratorio de hibridación entre lo global y lo local.
No estamos en contra de los festivales, hemos dicho que tienen una función social. Sin embargo, más allá de fomentar solamente el consumo -objetivo aun no eficientado por cierto–, más allá de diseñar o comprar festivales o eventos, está haciendo falta en nuestro país apostar, con toda la voluntad política y con todos los recursos de que es capaz el gobierno, por estructurar procesos de larga duración que desarrollen las capacidades, talentos, recursos, patrimonios y aspiraciones de los habitantes en cada región cultural y de cada localidad de nuestra geografía, antes de convertir a todo el país en un gran parque temático para exhibición de productos globales. ¡Que haya festivales como resultado de los procesos propios para distribuir por el mundo! Nos va el futuro en ello.