Ya, desde los finales días del gobierno priista para darle paso a los panistas  Vicente Fox y Felipe Calderón, se sentía el frío de muerte de la Revolución Mexicana. Los  últimos  presidentes  priistas  -Salinas y Zedillo- habían cavado la tumba para dar sepultura a los ideales revolucionarios.

 Con Felipe Calderón había llegado la hora de enterrar definitivamente la Revolución, decir adiós al nacionalismo revolucionario y avanzar hacia una nueva  época  democrática que permitiera salir del atraso y el subdesarrollo, porque las revoluciones son dinámicas y no deben convertirse en una agitación permanente y menos aún en una ideología que trabe el desarrollo y facultades de un pueblo.

Y fue precisamente en la celebración, el 21 de noviembre de 2009, del 99 aniversario del inicio de esa gesta heroica cuando el antropólogo Roger Bartra, quien fue galardonado con el premio del Instituto Nacional de Estudios Históricos, quien dijo que ya había llegado el momento de sepultar la Revolución. Y desde esa fecha se ha dicho adiós a los personajes que participaron como puntas de lanza en ese hecho histórico. Por eso ya no hay homenajes populares y algunas autoridades, ni siquiera saben quiénes fueron.

 El pasado 8 de este mes se cumplieron 137 años del nacimiento de Emiliano Zapata, caudillo y símbolo de la corriente revolucionaria mejor enraizada en el complicado proceso histórico del País; surgido de la más limpia, justa y noble ambición de hacer de México cune y asiento de hombres ilustres que en el trabajo de la tierra encuentren sustento, educación y salud.

 Quizás nunca antes, en la dramática historia mexicana, se haya producido una tan milagrosa identificación entre el hombre y su causa como en el caso de este campesino de Anenecuilco. Zapata y agrarismo son inseparables. Nunca un hombre se convirtió tan legítimamente en símbolo cabal de sus anhelos en el pasado mexicano.

 Zapata, con su idea fija, en obsesión noble y su muerte,  es encarnación ya eterna de ese secular sueño del  hombre de México: el de tener un lote de tierra para vivir y ganar el sustento propio y de su familia. Anhelo una y otras veces frustrado, en repetición ininterrumpida desde antes que de que en nuestro territorio se escuchara, por vez primera, hablar “castilla” y lo mismo cuando se habló de independencia, de reforma y de revolución.

Zapata está solo, orgullosamente solo entre los grandes caudillos de la etapa violenta de la revolución. Rompió con todos los aliados circunstanciales en cuanto esos olvidaban o falseaban el propósito zapatista de que la tierra fuera de quien la trabajara. No negoció su rebeldía, no pidió concesiones a cambio de abandonar su lucha. Impresionantemente fiel a su origen, a su clase, a su bandera agrarista. Emiliano Zapata es,  sin duda alguna, el mexicano que más alto llegó en el esfuerzo de igualar la vida al pensamiento.

No es Zapata, no puede serlo, héroe para ese sector social que se han apoderado impunemente de propiedades inmensas ante la vista de los propios campesinos. No puede ser héroe para un dirigente campesino ‘naylon’ que tiene la Liga de Comunidades Agrarias quien ni remotamente se acuerde de Zapata. Quien también apoya a latifundistas y políticos que son enemigos de los hombres del campo. Para este tipo de personajes, Zapata no puede ser un héroe.

Así, aparentemente, nuestros altos políticos y dirigentes parecen conmoverse ante la tumba de Emiliano Zapata, impresionarse a fecha fija por esa terrible orgía de traición que fue su asesinato en Chinameca. Pero, ¿qué nos puede asombrar si quienes dirigen un gobierno o una oficina para atender los problemas del campo, son recibidos por la máxima autoridad en el País y homenajeados por  tener grandes propiedades y construcciones para engorda de ganado y sembradíos de cañas en donde los campesinos trabajan con salarios de vergüenza?

 Llegaron ya los días en que el campesino ha demostrado, en las urnas, su inconformidad. El hombre del campo ha despertado y ya no quiere más abusos y despojos.

 Zapata es el caudillo revolucionario que ofrece a los observadores de nuestra vida pública el ejemplo más cabal de esas incongruencias repetidas.

Por todo ello, el verdadero Zapata se hace mito, leyenda, esperanza. Está en la mente y en la desesperación del campesino sin tierra, aún; sin empleo, sin oportunidad alguna. El Caudillo del Sur se vuelve  esperanza irrazonable, pero invencible. Algún día volverá Emiliano y habrá violencia y rabia campesina.

 Recuérdese los títulos injuriosos que recibió, no sólo de la reacción, sino también de todas las demás fracciones revolucionarias con la excepción circunstancial del villismo: Atila del Sur, Bandolero, Cavernario, Asesino. Y al final de cuentas, no lo traicionó ni lo asesinó algún sector contrarrevolucionario. El carrancismo fue el que preparó, ejecutó y premió con las clásicas monedas de Judas, la hazaña traicionera de Chinameca.

 Es Zapata el apóstol inaccesible a la frustración, a la derrota, a las claudicaciones. Y, seguramente, en no pocos pechos campesinos habrá  la  esperanza  de que ese Zapata que retorne y reinicie la lucha por la justicia campesina sea también, como Zapata, enemigo del perdón.

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