Es curioso, ha sido necesario escuchar esto, aunque ya todo convergía a esto, a Amorous, para que yo me diera cuenta de que Johnny no es una víctima, no es un perseguido como lo cree todo el mundo, como yo mismo lo he dado a entender en mi biografía (por cierto que la edición en inglés acaba de aparecer y se vende como la coca-cola). Ahora sé que no es así, que Johnny persigue en vez de ser perseguido, que todo lo que le está ocurriendo en la vida son azares del cazador y no del animal acosado. Nadie puede saber qué es lo que persigue Johnny, pero es así, está ahí, en Amorous, en la marihuana, en sus absurdos discursos sobre tanta cosa, en las recaídas, en el librito de Dylan Thomas, en todo lo pobre diablo que es Johnny y que lo agranda y lo convierte en un absurdo viviente, en un cazador sin brazos y sin piernas, en una liebre que corre tras de un tigre que duerme. Y me veo precisado a decir que en el fondo Amorous me ha dado ganas de vomitar, como si eso pudiera librarme de él, de todo lo que en él corre contra mí y contra todos, esa masa negra informe sin manos y sin pies, ese chimpancé enloquecido que me pasa los dedos por la cara y me sonríe enternecido.

El perseguidor.
Fragmento.
Julio Cortázar

Intro: Los artistas malditos

Maldito el duende que tiene Érika, que la tiene. Maldito el free jazz que escurre de la campana del saxofón de Ramiro. Maldito el swing que se mece entre las yemas de Carlos y las cuerdas de su bajo. Maldito el ritmo del cajón y de los tacones. Maldito es todo eso, qué bueno, porque de los malditos es el reino de los vuelos, el de los libres de veras, los que no se sofocan con el corsé del preciosismo, los que no se atan al dogal de la forma, los que no se resguardan tras los barrotes de la certeza, los que se juegan el pellejo. Los que se confabulan para perseguirnos y contagiarnos de su mal, qué bueno.

REC, el perseguidor

REC Experimentos, el espectáculo montado por Érika Suárez con la complicidad de Ramiro González en el saxofón y Carlos Zambrano en el cajón y el bajo eléctrico, es una suerte de funámbulo que corre, brinca y hace malabares a lo largo de toda la cuerda floja sin red de protección, y desde todos lados, como el personaje de Cortázar, nos sitia, nos persigue, no nos deja ir sin que participemos de su versión de la historia de un universo alternativo que crea, desarrolla y destruye en cada función. La última vez que se presentó fue la semana pasada, dentro del Primer Encuentro Estatal de las Artes.

En el principio asistimos a la creación. El saxofón, con un canto a veces dulce, a veces furibundo desencanta a la serpiente que permanecía aletargada por los acordes hipnóticos de un sintetizador invisible pero eficaz. La epidermis de la bailarina se desenrolla a lo largo del escenario manchoteándolo todo de paraíso. Arribamos a un mundo recién nacido que nos contiene y nos integra a su repertorio de formas y de movimientos y de sonoridades y de parpadeos incasantes: noche-día, sombra-luz, tormenta-calma, sociego-angustia extremos que se tocan y chisporrotean.

REC Experimentos (Foto: Dushka Barranco)

Después se hacen las sombras y de ellas brotan tacones y palmas que se persiguen, y los pies de la bailadora percuten el cajón mientras las palmas del cajonero zapatean en el tablado. La bailadora huye, el cajón la acosa, la bailadora persigue, el cajón se escapa, los pies y las manos juegan frenéticos juegos de villanos hasta que ambos, que de las sombras fueron, en las sombras se diluyen.

La segunda noche es partida por relámpagos que delatan a la mujer que acecha como felina en espera de su presa. Un elefante barrita enloquecido con su trompa de metal, el lobo lo acompaña con sus pisadas graves, la felina salta y los tres se enmarañan en una batalla fiera, una sucesión de persecuciones, de alianzas temporales, de traiciones incesantes. Los tres habitantes del mundo corren como liebres en busca de cazadores desmembrados y de leones dormidos. La escena se puebla de tensiones, jadeos, lances eróticos de las fieras. La felina penetra al elefante, abraza al lobo, las contorsiones se suceden vertiginosas hasta que los tres llegan a un éxtasis que los consume en el justo instante en que se desploma un pedazo de cielo.

El tercer día es la purga. Los habitantes colectan la escoria del mundo para sanarlo o acabar con él y construir uno mejor. Pedazos de madera, retazos de fierro, cortezas de metal son reunidos para hacer una pira expiatoria. Los pobladores danzan y emiten sonoridades crepitantes en torno a un fuego que se agranda, se multiplica mientras avanza el ritual apocalíptico. Entre las llamas se vislumbran los oficiantes que frenéticos se entregan a las llamas. La destrucción entra en un crescendo que no se frena hasta que vuelven las sombras y lo aniquilan todo.

Es la noche final, la oscuridad definitiva, esa masa negra informe sin manos y sin pies, ese chimpancé enloquecido que nos pasa los dedos por la cara. Cuando volvemos al mundo del que llegamos, descubrimos que ha cambiado, que algo inexplicable ha pasado porque ahora el chimpancé nos sonríe enternecido.

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