Todo empezó un día después de la matanza de Alto Lucero. De pronto, en los buenos periódicos digitales empezaron a recibir llamadas de supuestas señoras desesperadas, de pretendidos niños temerosos, de embozados padres angustiados, en las que del otro lado de la línea le decían al reportero en turno que estaba sucediendo una nueva masacre, que grupos de pistoleros estaban levantando personas de otras comunidades del municipio, como lo habían hecho un día antes en El Limón y en Mesa de Veinticuatro, en donde habían asesinado a ocho personas.

Obvio, lo primero que se ocurre es creer la noticia, cuando acaba de suceder un hecho tan sangriento y terrible. Y como se cree, lo que sigue es publicarla de buena fe, transmitirla a nuestros cercanos, advertir a los que queremos, y a algunos que no también.

Pero resulta que nada ha sido cierto, sólo la terrible certeza de las ocho personas pacíficas muertas por las balas de la violencia, por la incomprensión del crimen, por esa animalidad.

Entonces surgen las preguntas de por qué esas noticias falsas, qué fin tienen, en qué o a quién benefician.

Y por qué han cundido y han continuado su secuela esta semana, diversificándose y orientando el rumor de sus baterías contra escuelas, contra la tranquilidad de madres y padres de familia que de pronto son advertidos por voces anónimas de que un comando armado irá a levantar a sus pequeños hasta la misma aula en la que están aprendiendo las cosas de la vida.

Imagino el temor, la desazón, las ganas de salir corriendo para rescatar a nuestros tesoros.

Pero resulta que no hay nada; que en la escuela la jornada ha transcurrido como siempre; que ha sido un infundio, una falsa alarma.

Sí, pero una noticia que nos ha dejado congelados y aunque falsa nos deja clavado en la imaginación (que es la loca de la casa, con sus inventos) el gusanito de la duda.

Y entonces nos ponemos a pensar si no será mejor llevarnos de una vez a casa a los chilpayates, y por si las dudas, no llevarlos mañana.

Y entonces la psicosis se generaliza, la paz social se deteriora, el miedo cunde, porque así como en esta escuela, de varias más han dicho lo mismo, y sin querer se empieza a gestar un toque de queda para el día siguiente, sustentado en el temor natural, en el instinto de conservación de nuestra familia.

Nuestra sociedad, enferma por la violencia, empieza a sufrir el flagelo del terror.

¿Quién gana con eso?

No lo sé de cierto (como Sabines el bueno), pero intuyo que alguien piensa que ganará algo con ese miedo generalizado. Trato de comprender los vericuetos de la mente que llevan a pensar que infundir pánico sirve para algún fin.

Es la misma lógica del terrorismo, de los fanáticos, de los violentos con causa o sin ella.

El único antídoto es responder con prudencia. No dejarse vencer por los temores, aunque sí actuar en consecuencia y comunicarse a la escuela o ir de prisa sólo para constatar que todo está bien, pero regresar a la calma, a la cordura, una vez tranquilizada la alarma.

Pese a todo, pese a los crecientes rumores, persiste el estado de derecho (o cierto estado de derecho, para los muy exigentes), la gobernabilidad no se ha perdido, como quisieran los malvados. Frente al infundio, contra la estrategia de la desestabilización sólo tenemos nuestro sentido común.

No dejemos que nos lo arrebate la violencia.

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