Desde que estudiaba arquitectura se aficionó a los objetos antiguos, raros o con alguna dosis de excentricidad, a tal grado que atestó de vejestorios la casita que alquilaba  por el rumbo de San Bruno. Era un modesto departamento que constaba solamente de dos cuartos y un baño exterior, compartido. Al terminar la carrera, se dedicó a la restauración arquitectónica y puso una tienda de antigüedades. Una tarde fue a visitarlo su antigua casera; llevaba una pequeña libreta hecha a mano con hojas de papel también artesanal, le echó una hojeada y vio que estaba llena de dibujos, ilustraciones y notas por todas partes, le pareció atractiva y, sin más, pagó la cantidad que le pidió la mujer quien, tras doblar el billete y alojarlo en el brasier, le pidió que la visitara pues quería mostrarle algo que seguramente le interesaría.

Por la tarde tomó la libreta y no pudo soltarla hasta el amanecer. Los folios estaban atiborrados de ilustraciones, citas literarias, apuntes, recetas de cocina, ocurrencias y notas diversas; el objeto era, cierto, altamente atractivo, pero le provocó una fascinación desmedida. Durmió poco y su sueño fue intranquilo. Pasó toda la mañana inquieto, con una excitación anómala en la que no se reconocía.

Por la tarde fue a visitar a la casera y conoció de la historia de Moon, la inquilina que desapareció misteriosamente dejando todas sus pertenencias que continuaban en el departamento, excepto la libreta que le llevó, dijo, no por obtener un beneficio económico sino porque sabía que a él esas cosas le gustaban mucho.

Moon era nativa del Cañón del Sumidero, Chiapas, sus padres fueron de paseo un fin de semana, se adelantó el parto y nació ahí. Octubre terminaba y la luna confirmaba la letra de aquella canción tan conocida, era, de todas, la más hermosa, y ahí, en ese rincón maravilloso de la naturaleza, con aguas del Grijalva la bautizaron con el nombre Luna. A lo largo de la vida fue trasladando su nombre a distintos idiomas; alguna vez se dijo Metztli, después, Selene, Lune, Lua y, finalmente, Moon.

Acaso la circunstancia y el lugar tan especiales de su nacimiento le confirieron una personalidad extraña, fuera de lo común. Desde muy pequeña mostró una gran facilidad para el dibujo y una imaginación desbordada; dibujaba torres y fuentes en medio de jardines en los que flora y fauna se confundían: había animales cuadrúpedos con el cuerpo lleno de hojas y de flores, había unos árboles de larguísimo tronco, semejante a un mástil, sobre el que se enrollaban siete ramas con los colores del arcoíris que serpenteaban hasta casi tocar el suelo en la punta tenían una flor en forma de ave que se alimentaba de insectos. También había un árbol muy frondoso cuyos frutos eran réplicas de la luna.

Aprendió a leer de manera autodidacta antes de entrar a la escuela y desde entonces se convirtió en lectora voraz, y con esa imaginación tan sui géneris, se veía a sí misma en la situación de la lectura que tenía ante sus ojos. Siendo muy niña leyó Heidi y se dibujaba en los Alpes. Tenía una gran capacidad de síntesis, requería pocas líneas para expresarse; el abuelo era un sombrero, un par de lentes redondos, una barba y una bufanda; también aparecía Pedro, el pequeño pastor y las cabras que cuidaba a las que, además, ponía nombre. Vivía con tanta intensidad la literatura que, por ejemplo, cuando estaban comiendo y en la mesa había queso de cabra, decía que ese queso era de la leche de Jimena, porque era más dulce que la de Valeria, pero menos que la de Vanesa.

De adolescente se fue a la ciudad, se matriculó en la Facultad de Letras Españolas y en el Instituto de Lenguas Extranjeras para estudiar latín, en esa época se aficionó al jazz. Fue entonces cuando alquiló el departamento que años atrás habitara el arquitecto.

En esta parte del relato, la mujer lo invitó a pasar a la siguiente habitación: en un rincón estaba una cama individual, vestida con una colcha hecha con la técnica del paspartú solo que, en lugar de cuadrados, como es habitual, los recortes eran redondos y en cada uno de ellos había una luna pintada; del techo colgaban, a diferentes alturas, lunas de papel maché, de latón, de barro, de hierro forjado, de cristal. En el centro de la habitación, una mesa portaba alhajeros, aretes, anillos, ceniceros y objetos diversos, todos con forma de luna. En un rincón, una lámpara, y en las paredes, postales, carteles, ilustraciones. En un poyo había varios casetes, uno tenía el Claro de Luna de Beethoven en la cara A, y en la B, el de Debussy;  los demás contenían antologías de piezas de jazz: How High The Moon, Blue Moon, What A Little Moonlight Can Do, Moonlight, Moon And Sand, Fly Me To The Moon, The Moon Song, Moon Love, Oh You Crazy Moon, It’s Only A Paper Moon y varias más, en diferentes versiones.

En las cuatro paredes había sendas lunas de armario antiguo, que multiplicaban el paisaje al infinito; en cada una de ellas, aunque en diferente posición, aparecía la palabra, “Moonasterio”, que se reproducía caleidoscópicamente.

Al mirar aquello cobraron sentido muchas de las cosas que había leído en la libreta, primero, la cita de Borges: “la voz inglesa moon tiene algo pausado, algo  que obliga a la voz a la lentitud que conviene a la luna, que se parece a la luna, porque es casi  circular, casi empieza con la misma letra con que termina.”; después, el juego de palabras que aparecía continuamente: me declaro moonástica; no puedo relacionarme con los hombres, todos son moojeriegos y yo soy romoóntica; detesto lo monetario, prefiero lo moonetario; soy sacerdotisa de Tutank-Amoon; no soy moonedita de oro; aun siendo una moonstrita, soy una mooñequita; mi casa es un moonedero.

Tras superar el impacto que le causó tal visión, convenció a la casera de que le alquilara el departamento, así como estaba. Ahí pasó fatigosas noches escudriñando la libreta y buscando vestigios que le permitieran reconstruir la historia: se enteró que Moon consiguió empleo en la Biblioteca Municipal (Moonicipal, decía el texto) y se puso feliz porque aunque el salario era bajo, el lugar era muy poco visitado, por lo que disponía de mucho tiempo para leer y se había propuesto agotar todos los libros. Ahí conoció a Borges y coincidió con él: el paraíso no podía tener otra forma que la de ese recinto.

Fue entonces cuando fabricó la libreta y empezó a dibujar intrincados laberintos y tigres cuyas rayas contenían la cifra de un lenguaje personal, que al arquitecto le fue vedado, como a Borges una litografía. Transcribía poemas y  párrafos enteros de autores muy diversos (San Juan de la Cruz era uno de sus predilectos). Pero su obsesión llegó al extremo cuando conoció los objetos imposibles de la imaginación borgeana: El disco, El libro de arena y, especialmente, El Aleph: “un Aleph es uno de los puntos del espacio que contienen todos los puntos (…), el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos.”

Decidió encontrar el Aleph, algo le dijo que le era dado. Se internó en el estudio de antiguas cartografías, de doctos tratados de cábalas y adivinaciones, de dilatados volúmenes de alquimia y metafísica. “He llegado a ese moondo”, decía la nota que clausuraba la libreta.

El resto de la historia le fue revelado en un sueño: Moon encontró el Aleph en un manuscrito oculto en un libro de Joseph Conrad; no le bastó con mirarlo, entró en él y ahí vagará eternamente, penando: fue condenada a la ubicuidad.

Al despertar encontró una cita que, porque conocía la libreta de memoria, sabía que había sido transcrita durante la noche anterior: “Zahir, en árabe, quiere decir notorio, visible; en tal sentido, es uno de los noventa y nueve nombres de Dios; la plebe, en tierras musulmanas, lo dice de  ‘los seres o cosas que tienen la terrible virtud de ser inolvidables y cuya imagen acaba  por enloquecer a la gente’ «. Entonces supo que la libreta y el Moonasterio eran su Zahir.

Un tiempo después fue trasladado, paradójicamente, a la casona que había remodelado y adaptado para que funcionara como hospital psiquiátrico. Antes de morir, en uno de los postigos de la ventana que da al corredor dejó escritos unos versos:

En mi taller de alquimista
colecto los elementos:
piedras, polvos, aguas, vientos,
el éter y la amatista;
y después, cual cabalista,
me destino al cautiverio
en que devele el misterio
de las voces ancestrales
que provean los materiales
para hacer un Moonasterio.

 

 

 

 

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