En la actualidad no hay mexicano con dos dedos de frente que se atreva a negar lo arraigada y extendida que está entre nosotros la cultura de la corrupción. Las formas que ha adoptado van de lo cursi y burdo a niveles que rayan en lo sublime y, en no pocos casos, en “lo patriótico”.

El aniversario 76 de la expropiación de los activos de las compañías petroleras (no del petróleo, por favor; ése ya era nuestro desde la promulgación de la Constitución en febrero de 1917) glorifica lo que fue y es uno de los peores daños que enemigo alguno pudo habernos hecho, es una muestra de corrupción patriótica. Lo fue también, en su momento, aplaudir la nacionalización de la banca en 1982.

¿Acaso no le suena falso y servil eso de “Con su permiso, señor Presidente”? ¿Y qué decir de la regla no escrita –pero igual de absurda– que establece que si el Presidente llega sin corbata a un acto, todos los que están en la mesa desde donde se preside el acto deben quitársela de inmediato?

Todo esto es muestra de una cultura de la corrupción y servilismo que, lejos de verse positiva a los ojos de los ciudadanos, degrada a quienes la practican.

Sin embargo, pese a la omnipresencia de esas formas abundantísimas de corrupción, la más extendida y popular entre nosotros (de esa corrupción que nos impide avanzar y modernizarnos así como concretar ese viejo anhelo de que la economía crezca a tasas acordes con nuestras necesidades en materia de empleo), quizá sea la mentira.

El mentir compulsivo y servil de políticos y no políticos, inculcado desde edad temprana, es la forma más dañina de la cultura de la corrupción. Quién ignora aquello de “¿Qué hora es? ¡La que usted guste, señor!».

¿De qué le sirve a un político contar con un ejército de asesores, si ninguno se atreve a hablarle con la verdad? ¿Acaso conoce usted el caso de algún asesor que haya hecho de decirle la verdad a su asesorado la regla de oro que norme su trabajo? Estos, los pocos que hay en el mundo de los asesores, duran poco en su trabajo; no sólo porque el ego del asesorado no tolera el que un subalterno le diga lo que no quiere oír y menos escuchar, sino también por la insidia de los envidiosos que rodean al jefe.

Decir la verdad al político y al funcionario es un deporte extremo; es, de entrada, perder la estima del asesorado y pavimentar el camino al despido. De ahí que nuestros políticos –gobernantes, funcionarios, legisladores y dirigentes partidistas– prefieran el que les miente, el que les inventa logros y cualidades de las cuales carece. Son estos falsos asesores el espejito mágico que dice lo que el político quiere oír; ellos han estimulado, con su conducta corrupta, no pocas de nuestras grandes tragedias.

Sus mentiras constituyen, pues, la forma más dañina de la corrupción que reina, sin límite y obstáculo alguno, en este sufrido México.