Existen tres grandes innovaciones históricas que revolucionaron, sin duda para bien, el modo de hacer negocios y de resolver ciertos problemas específicos, como los que enseguida se refieren. Son grandes inventos cuyo desarrollo intelectual se debe en gran medida a la imaginación e inventiva de la ciencia del derecho.

El primero de ellos, por orden cronológico, es la invención de un instrumento que parece conceder a su poseedor el don de la ubicuidad; esto es, poder estar presente en dos lugares distintos al mismo tiempo. Se trata de una escritura de mandato o poder, concedido para representar legalmente a otra persona. Desde tiempos de los romanos, hace dos mil años, un ciudadano podía delegar en otra persona, llamada “mandatario”, ciertas facultades legales específicas para hacer algo en su nombre. A este tipo de negocios se le llamaba mandatum.

Aun la Biblia, en un pasaje de Lucas (6:2-10), recoge la anécdota del centurión que deposita toda su fe en Jesús y, por esta razón, juzga como innecesario que éste acuda a la casa de su pariente enfermo para sanarlo. En efecto, el centurión aclara muy bien las cosas diciendo a Jesús: “Señor, no te molestes, pues no soy digno de que entres bajo mi techo; pero di la palabra y mi siervo será sano” y lo que me interesa destacar aquí no es el milagro de la intervención lejana, sino la naturaleza del argumento para no tener que ir: “Porque también yo soy hombre puesto bajo autoridad, y tengo soldados bajo mis órdenes; y digo a éstos: ve, y va; y al otro: ven, y viene; y a mi siervo: haz esto, y lo hace”.

Así, el artificio técnico del poder se transforma en un instrumento mágico que representa la posibilidad de hacer realidad el viejo sueño de la ubicuidad de las personas, logrando por una ficción legal que la persona se encuentre en dos partes distintas a la vez tan sólo ordenando que las cosas se hagan.

Mi segundo ejemplo se desenvuelve al paso de muchos siglos después (1300-1500 años después) en un escenario completamente distinto: el auge mercantil renacentista en los puertos italianos y españoles del Mediterráneo. En esta región del sur de Europa tuvo lugar, en efecto, la creación y desarrollo de los ahora denominados “títulos de crédito”, a través de las lettres de change que, por la estrategia inusitada de incorporar un derecho abstracto a un documento material –un papel–, extremaba las posibilidades del crédito dinerario por encima del tiempo y la distancia, y con él, el auge del comercio y del consumo. Nuestras sociedades modernas funcionan casi absolutamente a nivel masivo, a base del crédito, es decir, de una ficción que hace posible la circulación de grandes cantidades de dinero a través de países y de plazos.

Por último, mi tercer ejemplo tiene que ver con la creación de entidades, a veces súper poderosas, que asemejan la estructura y las posibilidades legales de un ser humano, pero proyectadas a niveles inimaginables. Me refiero a la creación y desarrollo de las corporaciones legales, es decir, de las llamadas sociedades anónimas, sociedades de responsabilidad limitada, sociedades cooperativas, sociedades civiles y fundaciones.

Éstas, las denominadas personas morales, personas colectivas o jurídicas, son una creación ficticia del derecho. Son moldeadas a manera de las personas humanas, es cierto, pero en una dimensión considerablemente mayor. Sin esta clase de corporaciones no serían posibles las grandes obras de infraestructura que un país necesita; por ejemplo, los aeropuertos, las autopistas, los ferrocarriles, las obras de electricidad, las explotaciones mineras y muchas otras obras de gran infraestructura que hacen posible el desarrollo y el funcionamiento de nuestros espacios urbanos.

Como he dicho en otro lugar, todos éstos no dejan de ser, al final, más que “inventos” de los abogados, pero ya se ve que son inventos sumamente útiles para resolver problemas acuciantes de la vida real, como hacer que una persona decida acerca de un negocio sin importar la distancia ni el tiempo; lograr que un comerciante reciba un crédito necesario o conveniente para la apertura o expansión de sus negocios, y aun erigir edificios o instalaciones colosales que las posibilidades de una persona individual no podrían alcanzar jamás.

José Antonio Márquez González/Prensa UV