El maridaje entre el jazz y la literatura, y especialmente el jazz, es cada vez más frecuente y se me antoja traerlo de vez en cuando a este espacio que cohabito con mis hipotéticos lectores. El primer invitado es Francisco Véjar, poeta chileno que, hinojado ante el confesionario, declara:

«Nací en Viña del Mar, el 14 de diciembre de 1967. Mis primeros años de vida transcurrieron en Casablanca donde tuve contacto con los caballos, con los esteros. Allí estudié parte de mi enseñanza básica. Solía viajar al sur con mi padre: Chillán, Quillón, Concepción, a casa de sus parientes. Él me dejó un legado de tierra que ahora se transformó en lenguaje poético. En 1977 murió mi padre, fecha en que me trasladé a Santiago. Desde ese año habito en esta ciudad».

El jazz es uno de los más importantes nutrientes de la tierra que le legó su padre. Cinco botones los demuestran en esta entrega a la que acuden Chet Baker, Bill Evans, Stan Getz, Sonny Rollins y B. B. King convocados —directamente o de manera oblicua— por una pluma llena de nostalgia y de deseo.

 

Anotaciones de un diario de vida

a Chet Baker

Empecé a escucharlo a comienzos de los años ochenta. Disfrutábamos de aquellas lunas negras que giraban en 33 revoluciones; blancas noches junto al destello de su voz melancólica, como nuestra cerveza y tabaco. La fina aguja de metal marcaba los días haciendo caer las hojas de los calendarios, y nos veía crecer, vagos y solitarios. No seríamos nosotros quienes cambiarían el mundo, sino que inauguraríamos el nuestro, conformado por árboles de un parque silencioso donde nos ocultábamos de la rugosa realidad. En aquella época temas como Time after time fueron patrimonio —y lo siguen siendo— de los lugares que bautizábamos con los nombres de nuestras amantes. Recuerdo la muerte de Chet Baker. Era 1988, y estábamos tendidos en una playa, lejos de la ciudad; averiguamos entonces que su impronta fue la versión más desgarrada de My funny Valentine, mientras caía de un octavo piso en Amsterdam.

 

Nada más que el tiempo suave de amar

Nada más que el tiempo suave de amar;
las preocupaciones disueltas en el océano
y la mudez de la arena en la playa.

Importan el tacto y la respiración.
La maldita llovizna que trata de borrar nuestras huellas.
La música de algunos jazzistas. Arena y vuelo.

 

Apuntes sobre la carátula de un disco de Stan Getz

Salimos del amor como de una catástrofe aérea
después de vagar por moteles y playas solitarias
donde nuestras huellas desaparecían tras la marea;
días y días de bañarnos con champaña
y hacer el amor mientras gritaba el oleaje.

Fuimos una rara especie de animales
que escribían sáficos imperfectos
en sus cuerpos desnudos.

Así, jugábamos a creer que dominábamos la lengua
como dominábamos ese instante.

Hoy atesoramos manuscritos, discos de jazz, libros
y esa llama que quisiéramos encender
como un profano que retorna a su creencia
y enciende las velas de un oxidado candelabro.

Salimos del amor como de una catástrofe aérea
sin equipaje ni boletos de vuelta.

 

Fuga para contrabajo y saxo

Caminar, siempre caminar
como la que partió hacia otra parte
con un morral de planes e ilusiones,
dejando sin musa al soldado
sucio con saliva de palabras.

Nos parecemos a ella,
manchando de tinta los papeles,
empuñando algo en la despedida. Intentando
desbaratar el sentido de las horas.
Quizá porque nadie ha llegado a conocernos
y ese sea nuestro triunfo.

Cerca nuestro, objetos que callan y escuchan,
trozos de lunas que inventaba para seducirte,
casas deshabitadas y sin césped
en las que nos amábamos violando cerrojos.

Así como la vida, la fiesta siempre está en otro lugar;
tal vez en Edimburgo, Quintay o Valdivia
pero la llama que queda en nuestros ojos
nos acompaña
cuando partimos
y olvidamos
las fosas que se abren
cada día.

 

Para sabernos dueños de este espacio

El azar nos reúne nuevamente
y la única certeza es que existes
suspendida en un tiempo de parques y avenidas.
¿Recuerdas?:

Hay un eco de pisadas en la memoria
allá en el pasadizo que no tomamos
hacia las puertas que nuca abrimos.

Quizá ese era el destino
prometido o soñado en cada gesto,
las llaves de una habitación que nos aguarda en silencio
mientras la tarde se prolonga
en el diálogo de cuerpos y miradas,
mas nuestro lujo es rebautizar
este hotel con el nombre de un jazzista
y sólo basta la cadencia de un blues
para sabernos dueños de este espacio

 

 

 

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