Tal vez uno de los efectos de la grave caída en los índices de popularidad del presidente Enrique Peña Nieto, que se profundiza con la complicada agenda en materias tan sensibles como la seguridad y la economía, sea el fortalecimiento de los gobernadores de su partido, el PRI, quienes no han cejado en reposicionarse en lo político e, incluso, han pisado terrenos antaño indiscutiblemente exclusivos del gobierno federal como la relaciones exteriores.

No se trata de que abonen a un nuevo federalismo o a un esquema cercano al que se practica en los Estados Unidos, en que los gobiernos estatales cuentan con atribuciones y facultades constitucionales para tomar caminos independientes en las relaciones internacionales; es posible, incluso, que lo hagan sin tomar conciencia del deterioro que causan a un gobierno federal cada vez más debilitado.

Sin embargo, que gobernadores de los estados como el de Veracruz, Javier Duarte de Ochoa, aprovechen reuniones multilaterales para comportarse como si sus entidades fueran naciones independientes (y ellos, los jefes de Estado), constituye una actitud osada que, una de dos, o les reditúa en mejores condiciones de negociación en materia presupuestal y política, o por el contrario, les puede representar una pesadilla si los celos presidenciales lo ven como una insoportable intrusión en temas que no les corresponden.

Si no a nivel nacional, sí en lo local, el actual gobierno veracruzano ha hecho ver, a través de su comunicación institucional, que los eventos internacionales de noviembre y diciembre, uno en el ámbito deportivo con los Juegos Centroamericanos y del Caribe (ya transcurridos), y el que en estos días se desarrolla en la conurbación Veracruz-Boca del Río, la XXIV Cumbre Iberoamericana, son producto de una convocatoria estatal, cuando lo único que se aporta es la sede.

Nada queda de la discreta participación de los gobernadores, que era tradición en México, cuando se trataba de eventos multilaterales en que alguna de sus ciudades era usada para la realización de reuniones en que el país (y no la entidad federativa o el DF) era la parte convocante.

En estos días, desde la ausencia del presidente Enrique Peña Nieto en la inauguración de los juegos centroamericanos, en que su representante, el secretario de Gobernación Miguel Ángel Osorio Chong, fue ninguneado en la ceremonia inaugural, hasta en la recepción de los jefes de Estado y de Gobierno que asisten a la cumbre, hemos visto a un Javier Duarte de Ochoa muy activo y protagónico.

Pese a que los temas que se aborden en las reuniones de este cónclave de países latinoamericanos y europeos que comparten el habla del español y el portugués, son de carácter nacional y, por ello, quienes deben tener la voz cantante son, en ese orden, el presidente Enrique Peña, el secretario de Relaciones Exteriores José Antonio Meade Kuribeña y el secretario de Educación Pública Emilio Chuayffet Chemor, hemos visto a un Duarte excesivamente activo, afectivo y protagónico.

No podemos negar que Duarte ha desarrollado un trabajo extraordinario para que ambos eventos salgan lo mejor posible, pero que se sustituyan facultades puede ser nocivo no solo para él sino para el estado de Veracruz, cuyos habitantes hemos padecido con antelación la discordia con el Presidente en turno, como ocurrió en el caso de la ríspida relación habida entre el exgobernador Fidel Herrera Beltrán y el expresidente Felipe Calderón Hinojosa, cuyos efectos en el desarrollo local fueron devastadores.

Y es que, aunque los comunicadores oficiales lo muestren de otra manera, en ambos eventos fue el país, y no el estado, el anfitrión de los visitantes internacionales.

La endeble ‘popularidad’ de Peña Nieto

Para ahondar más en los efectos nocivos de un gobernante golpeado que puede ver con demasiadas reservas el comportamiento hiperactivo de un gobernador como el veracruzano, baste recordar que el conflicto de Iguala le tiene en franca caída en los niveles de aceptación entre los mexicanos.

Según la empresa Parametría, tomando en cuenta diversas encuestas levantadas para conocer la aprobación presidencial justo al cumplir dos años al frente del actual gobierno federal, la conclusión es que se encuentra en una especie de tobogán cuyos alcances estamos muy lejos de predecir.

De un porcentaje de aprobación arriba del 50 por ciento hasta noviembre de 2013, en medio de la vorágine de reformas constitucionales, a finales del año pasado la cosa empezó a verse de manera negativa, sobre todo con reformas como la hacendaria.

En las mediciones de marzo, el índice se había recuperado y se hablaba de entre 47 y 53 por ciento de aprobación. Pero en noviembre, los índices disminuyeron drásticamente: el periódico Reforma reportaba 39 por ciento, mientras que el periódico El Universal lo hacía en 41%.

En la encuesta levantada por Parametría, a finales de noviembre, la calificación positiva era de 44 por ciento, mientras que la negativa era de 52 por ciento. “La aprobación del mandatario registra el mismo porcentaje que el promedio de enero y febrero de este año. Estos son los porcentajes de aceptación más bajos desde que iniciamos la serie en diciembre del año 2012”, señala el documento de la empresa demoscópica.

No son, ni con mucho, tan bajos como los obtenidos por otros jefes de Estado como Mariano Rajoy en España (13%) y François Hollande en Francia (13 %). Sus similares de países del continente se ubican a la zaga de Peña: Juan Manuel Santos en Colombia  (40%), Barack Obama (39%), Dilma Rousseff en Brasil (39%) y Nicolás Maduro en Venezuela (36%). Le ayuda que los mexicanos somos menos críticos que en otros países.

Es posible que la población, cuya opinión se norma fundamentalmente por lo que dice la televisión (de manera que están lejos de las tendencias críticas observadas en las redes sociales y en los portales informativos en internet), le otorgue al Presidente de la República una calificación demasiado elevada si consideramos su fracasada gestión en los temas de seguridad (combate a la delincuencia y al narcotráfico) y economía.

Según la encuesta de Parametría, el 59% de los entrevistados califica como “muy mal” o “mal” la estrategia en contra del narcotráfico y 53% afirma lo mismo sobre el combate a la delincuencia.

En ese escenario, en que el decálogo anunciado para recuperar el Estado de Derecho ha caído en el nivel de los buenos propósitos, pues no se han conocido acciones contundentes al respecto, es posible que el presidente Peña tenga graves dificultades para tomar entre sus manos las cuestiones políticas del país y, nuevamente, deba aliarse con los gobernadores para no salir trasquilado.

Ello puede suponer el renacimiento de los virreinatos, de la cogobernanza, de las concesiones, y entonces nada cambiará. Tal vez por eso, gobernadores como el Veracruz se sienten con la oportunidad de comportarse como si a ellos les hubieran sido delegadas funciones y facultades que, constitucionalmente, corresponden al gobierno federal.

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