En política, la renuncia –sobre todo si es por motivos de salud- es un eufemismo que suele utilizarse para maquillar un despido fulminante.  Generalmente, suele presentarse como el último capítulo de una crisis política y mediática, y en ese momento, la renuncia se convierte en una especie de acto de sanación para un gobierno o una autoridad; pero cuando esta no se da o se hace de manera tardía, los costos suelen ser altos, debido a que la infección logra alcanzar órganos vitales.

En el caso de la alta burocracia, hay muchos tipos de renuncias. Las benignas son aquéllas que responden a un proyecto político o a la terminación natural de un ciclo en la administración pública; el origen de la decisión está en quién la entrega y no en quien la recibe.

Pero hay otras, las malignas. Las que resultan de la ineficacia o de la pérdida de confianza por parte de la autoridad superior. Cuando se ha cometido un grave pecado en contra de la lealtad o de las normas establecidas; o en el mejor de los casos, cuando la renuncia es una forma de brindar protección a quien ha cometido un agravio, que sin embargo, cuenta con la solidaridad y la complacencia del jefe político.

Y por supuesto, las renuncias plantean nuevos escenarios completamente diferentes. Permiten contener la crisis y recuperar el margen de maniobra. Muchas veces, ante la presión social y mediática, suelen ser una solución temporal para encaminar una decisión definitiva.

Para los políticos en estado de gracia, la renuncia es apenas el inicio de algo mejor; para quienes están en desgracia, suele ser el abismo al ostracismo y un severo escollo en la carrera política o en el servicio público. Por ello, no todas las renuncias son iguales, no significan lo mismo, ni tienen las mismas consecuencias.

¿Qué habría pasado, por ejemplo, si Javier Duarte hubiera presentado su renuncia un año antes de cuando formalmente lo hizo, como lo habían pedido diversos actores políticos de Veracruz y del gobierno federal? ¿El resultado de la elección de Gobernador hubiera sido el mismo? ¿El ex mandatario estaría hoy preso? La decisión tardía de su relevo no sólo trajo consigo una derrota electoral sino que profundizó una crisis política y social nunca antes vista en el estado. Quien se empecinó en sostenerlo obligó a que los veracruzanos pagáramos un costo social y económico muy alto.

Y hoy nos está pasando lo mismo, con un gobernador que no pierde la confianza en sus colaboradores –es evidente que sabe cosas que los ciudadanos ignoramos por completo- y se empecina en mantenerlos a costa de la seguridad de los veracruzanos, asumiendo el alto costo político que esto le representa.

En otro momento, en cualquier otra administración, tanto el Fiscal General del Estado como el Secretario de Seguridad Pública ya habrían pasado a mejor vida, es decir, ya estarían en sus casas disfrutando del ahorro de año y meses de servicio, luego de su urgente y necesaria renuncia ante la crisis de seguridad que vive el estado.

Pero ni las fallidas investigaciones de personas desaparecidas, ni la incapacidad para llevar a juicio a quienes saquearon a Veracruz –tal vez sí la tienen pero el vómito negro pesa más que el código penal-, ni la frivolidad que ha degenerado en escándalo han sido motivos suficientes para que el Gobernador pida la renuncia a su Fiscal, como tampoco lo han sido las miles de muertes violentas, las ejecuciones, las muertes de policías en un amotinamiento carcelario o las acusaciones de vínculos con la delincuencia organizada de su Secretario de Seguridad Pública.

Si de algo tiene fama el gobernador es que es implacable con sus enemigos y defiende a muerte a sus colaboradores de mayor confianza, aun cuando en la intimidad su trato sea autoritario, violento e insultante a la dignidad personal de quienes trabajan para él. Así lo ha confirmado en este tiempo en que ha gobernado a Veracruz.

Sólo él conoce las verdaderas razones de mantener a estos funcionarios a pesar de la crisis y el costo político que ello le ha significado. Las consecuencias de su empecinamiento podrían reflejarse en las urnas, algo que por supuesto inquieta al inquilino de Palacio de Gobierno. Por su carácter, es posible que esté dispuesto a perder el reino por una herradura.

Y tal vez en este empecinamiento personal del mandatario mucho hayan tenido que ver los medios. Ambos funcionarios han sido blanco de una recurrente serie de señalamientos –ganados a pulso, por supuesto-, por sus errores; sin embargo, está claro que el Gobernador no está dispuesto a conceder razón y arrojar su cabeza a los leones.

Como dijimos, muchas veces las renuncias son un acto de sanación. Pero hay quien prefiere morir antes de ir a ver al médico.

Las del estribo…

  1. Desde hace varios días está desaparecido el reportero Fabián Hipólito Enemesio, quien se encuentra en activo; según algunas versiones, su ausencia se dio luego de cubrir la ruta de la caravana del migrante. Sería lamentable, una vez más, que nos enteremos de pasajes intrascendentes de su vida personal antes que de su paradero y los posibles responsables.
  2. ¿Cuál es la diferencia entre un jefe de gobierno y un candidato presidencial? En que el primero tiene mil temas para plantarse cada mañana ante los medios, mientras que al segundo se le acabó el parque en su segunda conferencia de prensa. Así son AMLO y Anaya; no obstante, el primero tendrá que aclarar de dónde saldrá el dinero para cumplir lo que promete locuazmente cada mañana.