Nadie sabía con certeza lo que iba a suceder, cuando se abrieron las puertas, fuimos entrando a borbotones, cada quien con su guindajo de niebla enredado el pelo, cada quien con su domingo puesto. Sabíamos que íbamos a participar del ritual que oficiarían cinco supremos sacerdotes, pero nadie podía imaginar lo que estaba a punto de ocurrirle a la noche y al mes de octubre y a cada sueño que ocupó cada butaca de las mil trescientas y piquito de la Sala Grande del Teatro del Estado.

El quinteto ya había hecho de las suyas, primero el jueves 26, cuando en la misma sala que con ansias lo esperaba había traducido a sonoridades el lacerante relato de Constance y Ned Sublette sobre los esclavos de la costa americana, texto que escenificaron los actores de la OrteUV bajo la dirección de Luis Mario Moncada. Después, el viernes 27, cuando se desplazó hasta la Sala Tlaqná, convocado por la Orquesta Sinfónica de Xalapa, para perturbar con su jiribilla la sacrosanta paz de esa música que llaman culta. Pero nadie, de veras nadie sospechaba que el domingo 29, tras la clausura formal del 8° Festival Internacional JazzUV, Zaccai Curtis, el pianista boricua que se veía tan apacible, y tres neorleanos: Jasen Weaver, el aparentemente inofensivo contrabajista; Darryl Staves, el jovencísimo baterista berkleeliano y Detroit Brooks, ese viejo lobo de jazz, subirían al escenario para hacer un conjuro mediante el cual, de la nada, de la absolutamente nada aparecería Donald Harrison, el joven león que llegó, como todos sabíamos, eso sí, con el swing prendido a la solapa, con su intenso aroma a Nueva Orleans, con la historia del jazz tatuada en la caña de su saxo, con las notas añosas del viejo Misisipi, redivivas por la magia de la invención improvisada, del acomodo fugaz y caprichoso que deciden los demonios o los dioses que desde el África percuten sus tambores para que siempre, en todos lados, el jazz vuelva a suceder.

Y la sala, ya posesa por los espíritus negros, devino aliento parkeriano, y las notas que sudaba a chorros el saxofón, caían a la duela y salpicaban y nos mojaban a todos, y luego Curtis las tomaba y vaya usted a saber cómo pero las ponía en las teclas de su piano para convertirlas en cuentas de cristales preciosos que rebotaban por toditos los rincones seguras de que no se extraviarían porque Weaver, Staves y el viejo Brooks tejían una red de protección, toda swing, toda boper ella.

Y cuando ya aleteaban en la sala las mariposas del jazz más jazz de todos los jazzes, y cuando parecía que nada podía alterar ese trance postbopero de los cincuenta dedos que brincoteaban nerviosos entre notas y síncopas y tiempos y contratiempos, un segundo pase mágico les dictó un nuevo mandamiento, el funky. Y entonces sí que comenzó el aquelarre y las mil trescientas y piquito de butacas trepidaron porque la energía de Harrison y Brooks, porque el bajo, ahora eléctrico, de Weaver, porque los solos, cada vez más irrefrenables, de Staves, porque el piano, ya totalmente enloquecido, del boricua Curtis, tomaron a la noche por asalto para fundar en ella su comarca.

Y luego vino el negro blues del guitarrista, y después una oleada caribeña brotó del piano, y luego Harrison volvió a las andadas y de su saxo brotaron las hormigas y cantó y se batió con el baterista en un duelo de garganta, platillos y tambores, y levantó a la gente y la hizo que cantara y que bailara, y la catarsis plural fue in crescendo con una música ya sin etiqueta, sin color, sin fronteras, sin otro porqué que darse y quedarse para siempre en los dos mil seiscientos y piquito de oídos asombrados. Y los demonios o los dioses o todos juntos, desde el África festejaban la consumación del milagro. Y después no supe qué pasó porque cuando me di cuenta ya estaba afuera y ya no había ni misterio por venir ni domingo neblinoso ni festival de jazz y casi no quedaba nada ya de octubre. Y cuando me di cuenta, ya estaba en mi casa con una copa de vino y diciendo, sin que mi voluntad lo hubiera decidido, vida, nada me debes; vida, estamos en jazz.

 

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