Hoja de Ruta

Por Pedro Manterola

Pocos valores tan celebrados como la humildad. Es una virtud alabada por eruditos y aprendices, políticos y predicadores. Pero alabarla no es lo mismo que poseerla, pregonarla no es igual que practicarla. La política, la riqueza, los negocios, el gobierno, todo lo cercano al poder en general, es terreno poco fértil para el ejercicio humilde de las relaciones humanas. En cada una de esas actividades se presume la pretenciosa petulancia del que se interesa en los valores sólo cuando reditúan intereses.

Es un mal extendido en la gestión de poderes y recursos. Se asume la tarea de administrar unos y otros como si fuera un privilegio divino, y no una responsabilidad pública que incluye la rendición de cuentas. Como si los bienes y servicios estuvieran montados para uso personal, y no dispuestos en beneficio de la sociedad. Cuestión de perspectiva, de falta de conciencia, nacida de entender el abuso como una cualidad y la arbitrariedad como mérito. Lo distintivo del gobernante autoritario es la arrogancia, rasgo de todo sujeto refractario al pensamiento, ajeno al diálogo, negado a la reflexión, reacio al cambio. Quien actúa bajo estas premisas, termina por ser objeto del mismo desprecio que profesa a los demás.

Un individuo con carisma debe tener indicios claros de humildad, gesto permanente de respeto hacia los demás. Para el peatón de la política, la empresa y el poder, la humildad del que pretenda mandar y gobernar es una virtud cada vez más obligada, día a día más exigida. Hoy todo personaje está expuesto al escrutinio público. Las posiciones de poder, eclesiástico, militar, empresarial o político, deben demostrar empatía, facultad de adaptación y capacidad para distribuir bienes y beneficios entre feligreses, adeptos, socios y ciudadanos. No hacerlo así los vuelve personajes inútiles, obsoletos, primitivos. Despreciables.

La humildad es austeridad, prudencia, mesura. Es honestidad, desdén por la ostentación. Porque los gobernantes proclaman esas virtudes a los cuatro vientos, pero mientras aplauden el carácter y la sincera honradez del muy respetado Pepe Mujica, aquí nombran a Gabriel Deantes Secretario del Trabajo, alarde de impune podredumbre, evidente antítesis entre humildad y rapiña, virtud y pestilencia.

Al humilde lo fortalece el hecho de conocer sus debilidades, y amalgama autoridad moral con potestad política. La humildad viene aparejada con el reconocimiento de errores y defectos propios. Enriquece a su poseedor con la capacidad para reorientar, rectificar, corregir. El humilde no se pretende heroico, infalible, genio, padre fundador. La importancia de su cargo la mide por resultados, no tiene que anunciarla el maestro de ceremonias.

El humilde se acerca, escucha, atiende, reconoce al adversario, lo hace interlocutor, respeta al ciudadano, alienta la participación, debate, dialoga, resuelve, convence. El humilde no admite hablar de espaldas.   El humilde prescinde del oropel. No requiere mansiones, palacios, micrófonos, ranchos, jets ni casas en Dubai. La humildad eleva la jerarquía de aquel que la comprende.

El que carece de humildad se condena al aislamiento, a la distancia, a la soledad, a la indiferencia como última respuesta. La humildad no necesita predicarse. La humildad del gobernante significa respeto por sus gobernados. La humildad identifica a los distintos, ennoblece al poderoso, dignifica al ciudadano. Es ética, es compromiso, es respuesta.

La reforma electoral en Veracruz fue un acto de arrogancia, una cacareada carambola que terminó rompiendo el paño. Ya no se escuchan lisonjas a la sagacidad ni loas al genio político del Ejecutivo, a su pretendida fuerza, a su artificial control. La reforma no la consensó con nadie Javier Duarte y ningún otro en su círculo íntimo. Es una ocurrencia que careció de todo rasgo de humildad. Era la postergación de un adiós inevitable, y hoy es el anticipo de una ansiada despedida.

La reforma de Duarte tuvo una virtud. Acercó a los dos aspirantes más aventajados a la gubernatura de Veracruz. Si lo que deseaban en Palacio era potenciar a sus escuálidos precandidatos y desactivar la presencia política de los Senadores Héctor Yunes Landa y José Yunes Zorrilla, escritos, otra vez, en orden alfabético, a estas horas deben estar reclamándole al espejo la destacada torpeza de haber conseguido justo lo contrario. La ambición por prolongar lo indeseable ha logrado aglutinar en torno al talento de los dos legisladores la comprensible, anhelada y necesaria exigencia por el cambio, la innovación, la inclusión, el buen gobierno, la transparencia, la eficacia. Y eso que todavía faltan otros Yunes, que además de quitar el sueño, en Palacio provocan pesadillas.

Ahora el déspota de la Plaza Lerdo intenta desacreditar las voces discordantes. Ahora llama a la unidad de su partido, usado y ultrajado elección tras elección como si fuera la casa de la risa. Ahora pretende espantar a todo Veracruz con el demonio azul que a él le causa insomnio. Si la oposición llegar a ganar la mini-gubernatura, no habrá perdido Veracruz, habrá fracasado Javier Duarte, y eso nunca será lo mismo. En completa penuria de humildad, la derrota no aparecía en los cómputos, mientras los adversarios estaban en espera de lo que sucedió: una insensatez propagada como genialidad.

En Veracruz el único recurso para ganar elecciones es el dispendio de dádivas. Proveer al miserable de láminas y despensas para subsistir en medio de la pobreza a la que lo tiene condenado precisamente el que le compra el voto. Círculo perverso que sale cada vez más caro.

La humildad contagia, acompaña. La humildad hace del triunfo un logro colectivo, no un capricho personal. En Veracruz aparece la hora final de un gobierno que supo excluirse a si mismo del futuro. Ajeno a sus gobernados, esa distancia deberá materializarse en las urnas. La aritmética básica dice que no se puede sumar y excluir al mismo tiempo. En tierras veracruzanas se ha hecho el prodigio de juntar a todos los excluidos, que hoy son la inmensa mayoría de los veracruzanos.

De esto deberán surgir gobernantes con la humildad necesaria para aceptar la autoridad del ciudadano y la responsabilidad del que gobierna. Dar a Veracruz aquello de lo que carece: transparencia, proyecto de gobierno, visión de futuro, obras, servicios, seguridad, desarrollo, política… Rumbo, vaya.