Había una vez un señor, de nombre José Alberto Gutiérrez, cuyo oficio era colectar basura. Todas las noches recorría las calles de Bogotá en el camión municipal para cumplir la función de drenaje ambulante. Bolsas y cajas de todos los tamaños eran parte fundamental de su escenografía cotidiana. Cierta noche tomó una caja que le resultó demasiado pesada, eso llamó su atención y decidió abrirla, bajo la tenue luz del alumbrado público vio un objeto rectangular con dos nombres enigmáticos: Anna Karénina y León Tolstoi. Tomó la caja y en lugar de hacinarla entre los desechos, se la llevó consigo. Al llegar a su casa, descubrió que estaba llena de libros.

Con avidez leyó cada uno de los libros y su vida se fue ensanchando. A partir de entonces, se dio a la tarea de revisar las cajas antes de arrojarlas a la basura y encontró muchos libros más, tantos, que convenció a su mujer que le cediera la habitación que usaba como costurero para habilitarla como biblioteca pública. La Nueva Gloria se llama el barrio donde vive, un lugar marginal en el que jamás había habido un santuario semejante. Poco a poco adultos, jóvenes y, sobre todo, niños fueron acercándose para degustar las mieles de las letras.

La Fuerza de las Palabras fue el nombre que dio a la biblioteca y se valió de Borges para adjudicarle un lema: Siempre imaginé que el paraíso sería algún tipo de biblioteca. Con el tiempo, el proyecto creció, mucha gente de Bogotá le donó libros, otros se ofrecieron para impartir talleres infantiles de lectura. La Fuerza de las Palabras se convirtió en una fundación cuyo propósito es crear bibliotecas públicas en las colonias periféricas de Bogotá y de otras ciudades colombianas.

En diciembre de 2010, José Alberto acudió a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara para dar difusión a su proyecto, sus logros pueden consultarse en la página La Fuerza de las Palabras.

Había una vez un muchacho, de nombre Luis Soriano Borges, que tenía una burra de nombre Alfa y un burro llamado Beto, un día se le ocurrió cargar a la pareja Alfa-Beto con libros e iniciar una biblioteca rural itinerante. Así, Alfa, Beto y Luis se internaron en la selva colombiana para llevar el proyecto Bibloburro a las comunidades más apartadas y acercar la luz a niños que están «atravesados por una situación de violencia verraca, son niños que vieron gente ahorcada, gente muerta, mutilados; son niños que vieron a sus papás aterrorizados, que se tienen que esconder en el arroyo, son niños que, de una u otra forma, se quedaban mudos porque creían que todavía se estaban escondiendo»

Su objetivo era «cambiarles la vaina a esos pelaítos», después de varias visitas, los niños «ya se ríen abiertamente, no se esconden atrás de un árbol», pintan, juegan, se maravillan con las historias.

Hoy que es Día Mundial del Libro, me dio por recordar esos dos ejemplos colombiano que demuestran que los libros cambian vidas, las ensalzan, les devuelven lo perdido y les muestran caminos que no habían imaginado.

Pongamos libros frente a nuestras pupilas y en las manos de toda la gente que nos sea posible, el mundo nos lo agradecerá y la vida sabrá recompensarnos. Felices lecturas.

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