En la implementación del nuevo sistema de justicia penal, llegamos tarde y llegamos mal. Las primeras reformas constitucionales obedecieron más a mitigar la presión de los organismos internacionales que a una verdadera convicción por arrancar de raíz un sistema tradicional que cobijó las más diversas violaciones a los derechos humanos, con una actuación oscura y autoritaria de las instituciones encargadas de impartir justicia.

El movimiento del 68, el halconazo, las desapariciones forzadas o casos más recientes como  los emblemáticos de Rosendo Radilla o el campo algodonero mostraron que el modelo de justicia contravenía muchos principios fundamentales de Derecho. Era evidente que la justicia que se impartía era insuficiente, inequitativa, y que se había convertido en un mecanismo de control social y político. Y esa imagen internacional le empezó a pasar factura al régimen.

Aún cuando los tratados internacionales que nos obligaban a cambiar nuestro sistema judicial tenían ya más de medio siglo –el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos fue aprobada por la ONU en 1966, aunque entró en vigor diez años después-, fue hasta hace un par de décadas que nos empezamos a ocupar del tema. Países como Guatemala, Colombia o incluso Venezuela,  lo hicieron muchos años antes.

Todo el mundo se refiere a la gran reforma constitucional de 2008 en el que se dio el paso definitivo hacia un nuevo sistema de justicia, sin embargo, se transó una lenta transición de ocho años (2016) para su implementación, lo que permitió apaciguar las críticas del exterior, y ganar tiempo para preparar el complejo proceso que requería además de miles de millones de pesos.

Pero resulta que como no somos muy duchos en eso de los cambios, salvo contadas excepciones como la de Chihuahua, el resto del país se tiró a la hamaca a ver pasar el tiempo. En el caso de Veracruz, por ejemplo, hasta mediados de 2012 nos encontrábamos en el último lugar del país en la materia: no se habían hecho las reformas a las leyes locales y por tanto, las instituciones responsables –particularmente el Poder Judicial, la Procuraduría y la policía estatal- se encontraban en las cavernas en la implementación del nuevo sistema.

Aparentemente, las razones eran dos muy específicas: la falta de recursos para iniciar la transición  -capacitación, infraestructura, equipamiento, etc-, y una natural resistencia a lo desconocido de prácticamente todos los responsables del nuevo sistema: magistrados, jueces, ministerios públicos, peritos, policías ministeriales, estatales y municipales, sin contar por supuesto toda la estructura administrativa de las instituciones.

El sistema de justicia tradicional se había convertido en una especie de mundo paralelo. No se cumplía con los principios de la justicia y el derecho, pero todos, incluidos ciudadanos y aquéllos que por la comisión de delitos habrían de enfrentar a la autoridad, habían aprendido a lidiar con él. Las prácticas viciadas –dinero de por medio- se habían convertido en algo conocido y aceptado, en función de que se obtenía con mayor rapidez las actuaciones para resolver un conflicto.

Pero con el nuevo sistema de justicia penal acusatorio y adversarial se acabarían todos estos vicios; habría la certeza de que la víctima sería reparada en el daño causado y que los imputados habrían de contar con las garantías de un proceso justo, rápido y transparente.

¿Quién en su sano juicio estaría en contra de que el sistema sea público y transparente, de qué los acusados –no siempre delincuentes- tengan la garantía de audiencia y conozcan la investigación en su contra, de que haya una reparación del daño y se cuente con un principio de oportunidad para solucionar el conflicto mediante sistemas alternativos?

Sin embargo, el nuevo sistema de justicia, a un año de su plena implementación, ya colapsó. En medio de una crisis de seguridad, donde los delitos comunes y de alto impacto se han multiplicado exponencialmente, la estructura institucional y material es insuficiente. En consecuencia, cientos de delincuentes andan sueltos por las calles a causa de una fallida y atropellada implementación del sistema.

La impunidad es casi absoluta. Hay una creciente percepción social que el sistema es garantista a favor de los delincuentes y no de las víctimas. Todos los días se observa como ladrones atrapados en flagrancia –incluso la persecución para su detención lo es en algunos casos-, gozan de libertad no sólo por las garantías del sistema, sino más bien por la incapacidad para realizar una investigación sólida que asegure llevarlos a juicio.

Los fiscales –antes ministerios públicos-  prefieren no llevarlos ante el juez, ante las reiteradas resoluciones de libertad por las violaciones evidentes y reiteradas al debido proceso. O cómo explicar que en Xalapa se lleven menos de un centenar de causas penales cuando vemos que diario se cometen todo tipo de delitos; que los robos se multiplican en todo lugar y a cualquier hora; que crece la violencia física contra las mujeres y que los homicidios dolosos se han convertido en una pandemia.

No es el nuevo sistema de justicia penal el que ha fallado, sino su proceso de implementación y operación, y eso lo saben los delincuentes. Hasta ahora no hay un estudio serio que vincule el crecimiento exponencial de los delitos del fuero común con la implementación del nuevo sistema de justicia, pero lo que sí es evidente, es que cada día hay mayor impunidad.

Funcionarios de la Fiscalía reconocen que están colapsados. O se buscan soluciones pronto, o nos cargará el payaso a ciudadanos y autoridades, y no a los delincuentes por peligrosos que sean.

Las del estribo…

  1. Resulta que el OPLE multará a todos los partidos, menos al PAN, por irregulares en los gastos de campaña. El IVAI también multará a todos los partidos, menos al PAN por incumplir la Ley de Transparencia. ¿Alguien más que quiera multar de manera selectiva? En los tiempos del gobierno priista, esto hubiera sido un escándalo.
  2. ¿Quién asesora en Los Pinos? En medio de una crisis política por el tema del espionaje y en la víspera de la Asamblea Nacional del PRI –donde será cuestionado el modelo económico-, se les ocurre aumentar hasta en 40 por ciento las tarifas de luz. Si la intención es entregar la Presidencia, no hay nada que reprocharles.