Los seres humanos existimos en el lenguaje, que es el espacio de coordinaciones de coordinaciones conductuales consensuales en que nos movemos. El lenguaje fluye en los encuentros, en el contacto visual, sonoro o táctil que ocurre en los sistemas nerviosos. El encuentro gatilla cambios determinados en la corporalidad de cada uno.”

                                                                                                                                                     Humberto Maturana

 Hace poco, durante un curso de jazz, escuché al pianista Alex Mercado decir que la música es un lenguaje (con todo lo que implica) que muchos músicos realmente no conocen y que en las escuelas debería de enseñarse imitando el proceso del habla, puesto que es la única cosa que todos sabemos hacer (en cuanto a comunicarnos con los demás). Esta afirmación me parece muy acertada y desató en mí varias reflexiones acerca no solo de la música como lenguaje o manera de aprenderse sino del lenguaje en sí mismo.

El ser humano tiene muchos tipos de lenguaje para comunicarse e interactuar, entre los que destacan la música, las artes gráficas y visuales y, por supuesto, el habla y la escritura. No existe, hasta donde sabemos, ninguna otra especie capaz de comunicarse y autodefinirse de esta manera. Es parte de lo que nos conforma y define.

Evocando a Humberto Maturana, el proceso de “lenguajear”, como él mismo lo llama, determina mucho de lo humano. A través del lenguaje, los seres humanos hemos ido construyendo y determinando nuestras relaciones sociales, personales, espirituales, políticas, económicas y también con el mundo que nos rodea y el universo mismo, cuyo origen o detonante radica en las emociones y la interacción emocional del individuo y que pasan por un proceso racional para codificarse y coordinarse.

A través del lenguaje y las palabras podemos construir, definir, destruir, obstruir o conectar desde sucesos e interacciones hasta grandes teorías o sistemas enteros. Mediante el lenguaje vamos moldeando nuestra conducta, nuestra idiosincrasia, nuestra identidad. Expresamos todo lo que tiene que ver con nuestro ser y estar en el mundo, nuestras inquietudes, nuestras necesidades, nuestro sentir y deseos y nuestras relaciones.

Asimismo, es mediante el diálogo que aceptamos la existencia del otro y la legitimidad de su estar y convivir en el mundo, junto con nosotros. Cuando no existe el deseo del diálogo, automáticamente negamos al otro y anulamos su legítimo derecho de coexistencia. Al negar al otro, también negamos la legitimidad de nuestro estar en el mundo, ya que la vida que construimos depende de la relación que tenemos con los demás, por más que se quiera negar (a menos que se sea un ermitaño sin interacción humana).

Necesitamos unos de otros para sobrevivir y el tipo de relaciones que construimos mediante el lenguaje, el diálogo y la congruencia que hay con las propias acciones, han sido, son y serán siempre determinantes en la construcción del bienestar. Esta es una de las razones por las cuales la democracia en México es una falacia. La lejanía y negación de unos con otros, así como el nulo diálogo o la falta de escucha al otro, marca la constante y el proceder desde cualquier estrato social, político y económico.

Pareciera muy trivial, pero no lo es. Mediante el lenguaje nos hemos dedicado a subestimar y despreciar no solo la existencia de los demás, sino también la emocionalidad del ser humano y a afirmar que la razón es lo único válido. Pero esto es una gran mentira. Lo que mueve al ser humano en su actuar y convivir son los deseos que parten de la emoción misma. Si analizamos con cuidado, podremos darnos cuenta que cuando actuamos de manera “racional” o “irracional”, el mecanismo detonante es siempre una emoción. ¿Por qué es tan importante reconocerlo? Porque si nos pasamos negando nuestra naturaleza emocional y sólo reconociendo la racional viviremos siempre en conflicto… como llevamos miles de años haciéndolo.

Bert Hellinger dice que detrás de cada acto humano, por más terrible que parezca, siempre está el amor. Maturana coincide en este punto y ambos afirman que es la interferencia con ese interactuar y convivir amoroso entre las personas la causa de los problemas del ser humano. Al hablar de amor y amoroso no se quiere hacer referencia a lo “romántico” ni a lo sexual, sino a la aceptación incondicional que se tiene hacia el otro por el simple hecho de coexistir y el deseo de convivir.

Cuando se ha crecido y vivido en ambientes donde la emocionalidad y el amor se han tergiversado o nulificado, se aprende a vivir en el conflicto y la discordancia entre el decir, el hacer y el sentir. Es decir, se pierde la congruencia y la capacidad de actuar coordinando adecuadamente la emocionalidad con la capacidad de razonar.

Maturana afirma que “nuestros sufrimientos tienen que ver con la tensión generada continuamente en el esfuerzo de dominar y controlar el mundo, así como de dominar y controlar al otro. Pero si yo entiendo el mundo en que vivo y me muevo en armonía con él, hago lo que hago en la congruencia que genera el entendimiento”.

Esta congruencia y entendimiento con el mundo comienzan a gestarse en la relación afectiva que se tiene con la madre y el padre, desde el momento en que se tiene conciencia. Las conversaciones y el contacto físico emotivo desde esta etapa y los primeros años de desarrollo son determinantes para la vida de una persona, tanto en su emocionar como en su interactuar con el mundo y las personas.

Por eso es que preocupa tanto ver cada vez más niños desamparados emocional y físicamente. Es muy difícil que una persona que no ha crecido en un ambiente de afecto, contacto y conversaciones surgidas de un entendimiento armónico, logre vivir armónicamente y tener una relación emocional sana consigo mismo y con el mundo, dado que la aceptación recíproca es el fundamento de todo quehacer consensual social que se pueda establecer, así como la condición necesaria para el espacio de acción de la convivencia humana. Y esto surge con la convivencia entre madre (y padre) con el niño o niña en desarrollo.

Algo que también me preocupa mucho es el culto a la guerra y a la agresión, a la violencia que niega el derecho a existir del otro y que cierra las puertas a la convivencia y al diálogo. Se necesita ser extremadamente ciego para no darse cuenta que la solución a los conflictos no se encuentra en combatir de manera violenta ni de replicar la conducta privativa o agresiva hacia el “contrincante”, ya que esto sólo cambia de forma o carácter al problema, pero sigue presente. Lo que resuelve los conflictos es el valor para aceptar un punto de partida donde cada uno de los involucrados de la disputa participe, no desde el sometimiento, razón o defensa de sus intereses, sino desde la aceptación de un verdadero deseo de convivencia. Al desear convivir con los demás se abre el espacio al respeto y al derecho que todos tenemos de existir con toda dignidad.

Me parece apremiante comenzar a observar el origen de nuestros deseos e impulsos, desde lo individual hasta lo colectivo. Hemos pasado ya muchos miles de años bajo el mismo enfermo esquema, sin resultados positivos para la especie o para el planeta en que vivimos, porque eso implica una enajenación o alienación de lo humano, de lo que nos hace homo sapiens y no cualquier otra especie animal. Mientras sigamos fomentando y valorando la guerra, la competencia, la jerarquía y el control sobre los demás no seremos capaces de vivir con dignidad, en colaboración y participación, negando la responsabilidad que tenemos en el mundo y la construcción de nuestro vivir y seguiremos justificándolo y condenándonos al fracaso, mientras acabamos con el mundo que nos alberga.

Por eso es tan importante rescatar la convivencia, el diálogo, nuestra naturaleza emotiva y el lenguaje que nos define como seres humanos y preguntarnos una y otra vez qué clase de mundo es el que queremos para nosotros y el de nuestros hijos y lo que está detrás de ese deseo.