El fallo del pueblo es irrevocable.

 Más allá de todo lo dicho y evadiendo la disección del inerte saber jurídico oficial, la denuncia de hechos y la demanda de consignación y el consecuente dictamen de la autoridad judicial, forman sólo un ingenuo relato de literatura negra. Ningún exgobernador veracruzano ha llegado a tribunales, ni se le ha sometido a juicio ordinario. No sufrieron tal vergüenza Miguel Alemán ni Fidel Herrera, pero también es cierto que no escaparon al juicio de sus contemporáneos ni a la sentencia final de la historia.

 Estos últimos años serán como tiempo perdido. Por lo menos desde el punto de vista de los comentaristas, columnistas  e historiadores de nuestro fenómeno político. Sus trabajos en este lapso infortunado se empobrecieron  -no podía ser de otro modo-  denunciando errores, omisiones, delitos. No ha sido posible hablar, en realidad, de la política sino de su patología, de sus enfermedades monstruosas. Nos encerramos en una estéril  micropolítica sin ideas. Por ello cuando hoy escribimos parecerá mañana sólo un testimonio del periodo más degradado de la política estatal.

 Sus sucias aguas nos están ahogando. Nos hemos hecho repetitivos y monotemáticos. ¿Podíamos evitarlo? La corrupción es el tema ineludible. Es imposible ignorar el espectáculo. De tal grandiosidad  nunca había sido presenciado por el pueblo veracruzano. Cubre a funcionarios, familias, clanes, bandas de punta a punta del Estado. Pero no es todo. Lo visible ha desviado la atención y oculta lo más sombrío: gran parte de la alta burocracia resultó ser no solamente inmoral sino inútil e incompetente. Veracruz sufrirá por un lapso de duración imprevisible los resultados de tanta irresponsabilidad y frívola incapacidad.

 Y peor aún en lo que resta del gobierno duartista no se advierten, hasta ahora, señales favorables. Al contrario, el desconcierto, la inseguridad social y la injusticia crecen.

 Le queda a las nuevas autoridades que se asoman, fijar las responsabilidades que a cada uno le corresponda aprovechando las circunstancias. Vale la pena detenerse en los puntos técnicos de este escandaloso capítulo en donde no debe admitirse el manejo ilegal de la deuda pública porque están a la vista los beneficios ilícitos del poder. Ojalá se usen términos jurídicos con razonamientos sólidos puesto que se trata, en lo esencial,  de dilucidar una cuestión que el realismo político no ha permitido explorar ampliamente: la responsabilidad de los funcionarios, sus límites y sanciones.

El principio

Cada sexenio se inicia en la renovación de una esperanza; actitud y desafío son expresión humana del cruce de caminos entre el hombre y la historia; es el Gobernador que pretende en el pórtico del ceremonial litúrgico transformar la realidad para el bien de los gobernados.

Tal vez porque la trasmisión del poder se ha realizado en condiciones de normalidad opaca o de rutina gris el discurso inicial anuncia cambios en las leyes que regulan la convivencia para soportar los marcos de la acción sexenal. Cada Gobernador inicia su mandato en la impaciencia del frenesí legislativo; adicionalmente, pequeñeces de “nuevo estilo” la catarata oratoria que da soporte a los propósitos renovadores para el cambio y para la rectificación.

 En concesión obligada a la justicia debe reconocerse que el clima de comunicación entre el pueblo y el Gobernador durante el pórtico de un sexenio o bianual, luna de miel, ha sido siempre tranquilo y esperanzador; a cada gobernante, sus publicistas, siempre tan pequeños, tan mediocres, tan rutinarios, con tan poco aliento, buscan en el aturdimiento de las palabras huecas la construcción de un aureola, en ejemplos dispersos, para Rafael Murillo Vidal, el modesto prestigio  de caballero, para Rafael Hernández Ochoa, el hombre de rancho; para Fernando Gutiérrez Barrios, el hombre leyenda, para Agustín Acosta Lagunes, la austeridad. Pero hubo siempre, en el contraste, la picardía del pueblo en el diálogo íntimo que manifestó crueldad de juicio; en este juego verbal, corrosivo, destructor, se subrayó  en López Arias, el chueco de Suchilapa; A Marco Antonio Muñoz, el chulo, a don Antonio M. Quirasco, el chato, a Patricio Chirinos, el chupes o chupamirto; a Miguel Alemán lo bautizaron con el chafas, Fidel Herrera, el chango y Javier Duarte, el Chómpiras;  estos tres, símbolos de la corrupción y la frivolidad.

 Mañana quizá aparecerán libros, entrevistas, autobiografías, memorias pero todo será  ya ineficaz y vano. El fallo del  pueblo no puede recurrirse, ni tiene tribunales de alzada. Es irrevocable. Tema de novela por escribirse. Oscuro final de la que pudo ser una ilustre aventura…

rresumen@nullhotmail.com      

Posdata: gracias a un amable lector que me dispensó con su atención por mi trabajo anterior.