Son de historias

El mercader vio a su hijo a lo lejos, en la terraza, mirando hacia la lejanía, sentado en una modesta silla. El mozalbete, miraba con quietud el demersal, con la esperanza de ver llegar la embarcación en que el padre habría partido hacia otros continentes, navegando, para  comerciar una diversidad de productos, esperaba su llegada durante días ahí sentado.

El padre Vicencio Vitore, dedicado al comercio, había dejado por encargo a un hombre sabio la formación intelectual del hijo, “quiero que sea como usted”, habría dicho al Maestro, “que aprenda mucho, que sepa de las matemáticas, de la geografía, de la economía, de la astrología, del arte de las finanzas, del comercio, pero sobretodo, de la vida Maestro, enséñelo a sobrellevar la vida, que la entienda, para que se atienda, que conozca el manejo de las adversidades, de la condición de los demás, de la conducta humana y sus intereses, eso le pido ilustre Maestro, que la paga por ello será en monedas oro”.

El maestro observaba a Vicencio Vitore con cierta compasión, veía en su rostro la angustia que le enajenaba, un padre atormentado, más que preocupado, por el deseo de que el hijo tuviera el pulso de la vida en su memoria, como una forma de subsistencia. La vida, Don Vicencio, no ha sido nunca fácil, tercio el Maestro, procuraré darle los elementos fundamentales, de transferirle la emoción por el aprendizaje, el entusiasmo por el conocimiento, para que sea consciente de lo que sabe, para que sepa en que momento actuar, y preserve su condición e intereses.

Vicencio Vitore zarpó aquella mañana entre la niebla que cubría la oscuridad del amanecer,  con sus tres naves, cargadas con mercadería para los habitantes de otros continentes, que recorrería durante largos meses, que en ocasiones se prolongaba por más de un año.

Al tiempo volvió Vitore, pretendió sorprender a Maestro e hijo, para ello ordenó que las naves hicieran puerto en una zona marítima alejada de la vista de la residencia del Maestro en donde también habitaba por este tiempo el hijo, en donde desde la espaciosa terraza, se podía apreciar la zona de abrigo que protegen del oleaje a las embarcaciones.

Sigilosamente, desde una ladera observó durante días, la actividad del hijo deseoso de conocer sus aprendizajes que el hombre sabio le habría transmitido al chaval. Día a día, se intrigaba y se entregaba desesperadamente a espiar sus actividades, veía que cada mañana, a temprana hora, el Maestro, sacaba la modesta silla colocándola en la terraza, e indicaba al hijo del mercader, con su brazo extendido con afabilidad que tomara asiento, el joven lo hacía, contemplando apaciblemente durante largas horas el horizonte, inmutable, sereno, observaba el oleaje y la bruma que le impedía en ocasiones visualizar con claridad las naves que arribaban al embarcadero.

A los pocos días con la incertidumbre y desconcertado de lo que había estado observando, Vicencio Vitore, decidió presentarse ante el sabio, dando tiempo en tanto el Maestro colocaba la silla al hijo, y con la acostumbrada actitud, le indicaba que se sentara, y el hijo así lo hacía.

El mercader, con voz baja y severa, dijo casi al oído al Maestro: “¡Pero que ha hecho usted!, le he pagado para que en este tiempo enseñara de sus conocimientos a mi hijo, he estado vigilando desde aquella colina, y sólo le hace sentarse en una silla durante horas mirando hacia el horizonte, ¿qué le ha enseñado?,  se ha estado perdiendo el tiempo!”. El Maestro, con calma y con voz suave, le respondió: “le he enseñado a esperar”.

Sintácticas

De Isabel Gemio, comunicadora a El País:

Lo único que depende de ti en un mal incurable es cómo lo enfrentas. Pero no es fácil. Es un proceso y no todo el mundo lo consigue.

De Manuel Vicent:

Cuando de chaval regresaba de vacaciones al pueblo, en el bar siempre había algún viejo labrador que requería mi ayuda para que le explicara lo que estaba leyendo a duras penas en el periódico y no acababa de entender. Quería saber el significado de algunas palabras, le molestaba que hubiera tantos puntos y comas.

Cuando en medio de una trabajosa lectura se embarrancaba acudía en su rescate, y solo por eso creía que yo era un superhombre.

Joaquín Cortés en Londres en el Royal Albert Hall