—Pero, como te decía ayer, Saltita, hoy sí trataré de bordar sobre ese tema que ayer se quedó en veremos. Tiene que ver con una función del lenguaje que es muy importante: la fáctica.

—Escucharé con toda atención, maestro.

—Te haré un prolegómeno lo más rápido y claro posible. Román Jakobson, un imprescindible lingüista a quien todo periodista debía conocer, fue quien presentó la más completa relación de las funciones del lenguaje humano. No tiene caso que aquí te las diga, porque otra vez se nos acabaría la columna sin entrar al tema, pero sí te comento que una de ellas es la función fáctica.

—Maestro, llevé vi la escuela los Ensayos de Lingüística General de Jakobson, y algo se me quedó de ese libro

—Bien, ahora te explico en qué consiste. Esa función fue estudiada con mayor detenimiento por un especialista inglés, del mero Cambridge, J. L. Austin, a quien en los años 50 le publicaron póstumamente su libro Cómo hacer cosas con palabras, que no obstante el título como de autoayuda, es un estudio muy profundo y científico.

—Vaya, yo pensé que de ahí me iba a recomendar un libro de Paulo Coelho, o de Cuauhtémoc Sánchez.

El Gurú no se inmutó por mi comentario, y siguió con su línea de pensamiento como si yo no hubiera dicho nada, que fue lo mejor:

—La función fáctica consiste en que el lenguaje se convierte en el elemento que origina el hecho. Para que me entiendas mejor, te pongo un ejemplo. Cuando alguien declara inaugurado un evento, el hecho de la inauguración lo hace realidad la emisión del mensaje. Las palabras “declaro inaugurado” hacen que la inauguración tenga efecto. Las palabras hacen la cosa. ¿Me entiendes?

—Perfectamente.

—Bueno, pues esa función específica del lenguaje, los políticos la han querido trasladar a cualquier enunciado que salga de su boca, y por eso piensan que una sola declaración suya es suficiente para convertir algo en una realidad.

—Se da a menudo, maestro.

—¿A qué voy con esto? A que los políticos piensan que es más importante y tiene mayor peso lo que declaren sobre un hecho, que el hecho en sí. Y lo mismo sucede con acciones, con datos, con informaciones de todo tipo. Para ellos, lo importante no es la realidad, sino lo que ellos declaran sobre ella. Y a partir de ese principio, pues ya no necesitan que sus palabras se ajusten a nada real, porque están acostumbrados a que sus empleados y colaboradores cercanos se encarguen de inventar todos los dislates posibles para convencer y convencerse de que lo dicho es cierto, aunque no lo sea.

—¿Que un puente estuvo mal construido? Fácil: hay que sacar una declaración en la que se afirme categóricamente que es el mejor puente del mundo, aunque esté a punto de caerse. ¿Que alguien no reúne el perfil para un puesto? Más fácil aún: hay que decir que tiene mil títulos, aunque sea un redomado ignorante.

—Las palabras se vuelven fácticas en la imaginación de los políticos, y se las terminan creyendo, aunque la terca realidad insista en decir lo contrario. Y lo peor de todo es que para muchos, eso es lo de menos…

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