En el escenario político que dejaron las elecciones del 1 de julio en Veracruz, además de una nueva correlación de fuerzas hasta hace poco inimaginable, hoy se aprecia en toda su dimensión una variable a la que no estaban acostumbrados los grupos tradicionales de poder: la ausencia de certezas.

Ausencia de certezas que en otros tiempos y circunstancias eran impensables aparecen hoy como elemento que atiza en quienes fueron derrotados en las urnas la crispación, el desánimo, los afanes de revancha, la búsqueda de culpables, pues no acaban de entender en qué estaban pensando los veracruzanos aquel domingo de julio cuando fuera de todos los pronósticos les dejaron este escenario tan difícil de digerir.

Compañero de la falta de certezas es el miedo a lo desconocido. Miedo a que se les ensombrezca el futuro, a que vengan indagaciones sobre negocios al amparo de los cargos públicos. Miedo de muchos de los miembros de la clase política tradicional a cuyos pasivos se debe abonar, sin duda, el descrédito que entre los jóvenes y buena parte de los veracruzanos tiene la actividad política.

¿Qué les inquieta? ¿Que la sociedad participe de manera directa en la evaluación de la gestión de los políticos, a que se transparenten espacios y sectores de la administración pública estatal y municipal que han sido celosamente guardados? ¿A que los ciudadanos sepan cómo se administraron los recursos y la manera en que se otorgaron contratos y concesiones? ¿A que se abran las cuentas y sepamos cuánto nos ha costado la difusión de la actividad gubernamental y las campañas políticas? Son interrogantes sobre algunos temas y asuntos de la actividad pública que se han manejado en la más absoluta opacidad.

Ese es el signo distintivo de los días que corren y que explican las sobre reacciones de los grupos de poder y que han dado lugar a desatinos, encono y polarización que en muy poco ayudan a generar condiciones para la construcción de acuerdos para la gobernabilidad.

Hay zozobra en muchos y nerviosismo en otros ante el inminente cambio de gobierno.

Si hay un hecho cierto es que la nueva correlación de fuerzas que dejó la elección del 1 de julio no ha dejado espacio a un esquema de pesos y contrapesos y que este escenario de predominio de una sola fuerza política obliga a que sea el ciudadano quien deba estar vigilante del buen uso y destino de los recursos públicos, del actuar de los gobernantes, de las decisiones que tomen los próximos legisladores.

Pues, lo que quiere simple y llanamente el ciudadano de a pie es que los cargos públicos no sean vistos como un botín de guerra y que se gobierne con apego a la ley. Que los servidores públicos sean eso y que no busquen acceder al poder público para atender exclusivamente su interés personal o el de sus camarillas.

Que se dignifique el ejercicio de la actividad política es la divisa, porque la sociedad veracruzana, después de haber ido a votar, mantiene sus preocupaciones de siempre: el desplome de su calidad de vida, el galopante desempleo, la falta de oportunidades de trabajo e ingreso remunerador a los jóvenes y las mujeres,  el abandono del campo, el deterioro de los sistemas de salud y de educación, una intolerable inseguridad y violencia, entre un amplísimo catálogo de demandas que están ahí y no pueden resolverse solo con voluntarismo.

Aquí surge algunas interrogantes sobre las lecciones de la elección del 1 de julio: ¿realmente se entendió el mensaje de esa ciudadanía que irrumpió en las urnas en esa jornada memorable? ¿Se han detenido a reflexionar los triunfadores y quienes serán oposición sobre lo que la gente espera?

Lo que es una realidad es que la complejidad del escenario político requiere de actores políticos y líderes a la altura de las circunstancias. De profesionales de la política, de representantes de la sociedad civil, de voluntades que quieran realmente contribuir a prestigiar esa actividad.

A Veracruz ya no le sirven más los políticos reactivos a la rendición de cuentas, los que pelean con uñas y dientes por los cargos públicos y que sólo buscan servirse a sí mismos.

Ante ese panorama, ¿cómo encontrar los puntos mínimos para llevar a cabo un gran acuerdo estatal para la gobernabilidad democrática, el combate sostenido a la corrupción y la impunidad, el impulso a la transparencia y la rendición de cuentas?

En Veracruz contamos ya con el marco normativo que da vida al Sistema Estatal Anticorrupción, un mecanismo de coordinación encabezado por ciudadanos, que tiene una enorme tarea por delante para cerrar espacios a la comisión de faltas administrativas y combatir sin ambages los actos fuera de la ley en que incurren servidores públicos y particulares que se coaligan con ellos para obtener beneficios ilegales.

Definitivamente, para lograr la eficiencia de la gobernabilidad y abatir los niveles de corrupción, es fundamental fortalecer las tareas de prevención, fiscalización y sanción de todo acto de corrupción y para ello contamos ya con un marco legal y con instituciones que, aunque en proceso de construcción, como el Sistema Estatal Anticorrupción, son de enorme utilidad en este propósito.

Promover y establecer una cultura de transparencia, de rendición de cuentas, de acceso a la información pública, así como de la vigilancia del uso de los recursos públicos por parte de la sociedad es la mejor manera de desterrar la corrupción y de revindicar a la actividad política como una profesión responsable, seria y honorable.

La política no es una actividad de puros ni de almas de la caridad, pero sí debe ser ejercida por hombres y mujeres congruentes con los valores éticos y con un inequívoco compromiso con la ley.

La sociedad no es cómo piensan muchos, y ha quedado demostrado, una masa informe  y manipulable que aguanta todo y que extiende cheques en blanco. La ciudadanía sabe ya con meridiana claridad que su opinión pesa y vaya que lo saben o deberían asimilarlo ya los receptores del gran voto de castigo que hubo en las elecciones federales y locales.

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