Uno de los pocos datos empíricos que la estadística oficial ofrece sobre desaparición de personas en México es la realidad demográfica de que la mayoría de las víctimas y los victimarios de este crimen son hombres jóvenes. Sin embargo, el dato estadístico resulta insuficiente para comprender toda la densidad que puede existir bajo esta categoría y clarificar por qué estos cuerpos específicamente están más expuestos que otros a desaparecer y ser desaparecidos tanto como a matar y morir.

En el trabajo etnográfico que hemos desarrollado como Grupo de Investigaciones en Antropología Social y Forense (GIASF) en el Norte de Sinaloa, nos hemos interesado por recuperar la diversidad de las experiencias que se enmarcan dentro de la categoría hombre-joven que refiere al desaparecido típico. En este ejercicio hemos encontrado una gran diversidad de sujetos incluyendo jornaleros del campo, indígenas del pueblo yoreme, trabajadores de la economía ilegal, empresarios, policías, estudiantes, entre otros.

Esta diversidad nos ha permitido explorar las formas diferenciadas que adquiere el daño según la condición de los sujetos, pero también nos ha abierto la posibilidad de reconocer condiciones comunes dadas por el contexto que exponen estos cuerpos a la desaparición.

Por un lado, nos encontramos un tipo de violencia estructural que ubica a grandes sectores de la población en condiciones de exposición al riesgo, como una condición común a la mayoría de desapariciones. Por otro lado, encontramos la existencia de un régimen de guerra basado en un mandato de masculinidad violenta que afecta a hombres y mujeres de formas diversas pero con altísimos grados de letalidad sobre todo para los hombres.

La violencia estructural se hace manifiesta en la realidad socio-económica de las personas desaparecidas y sus familias, las condiciones precarias de acceso a la salud, a la educación, a un trabajo digno y a un medio ambiente saludable. El horizonte de posibilidades para sostener la vida es cada vez más adverso y la mayoría de la población joven vive en estados de precariedad constante. Circunstancia nada sencilla para un hombre joven si se le suma un mandato de masculinidad que por un lado lo somete a cumplir el rol de proveedor y, por el otro, lo expone al riesgo en un contexto de violencias cada vez más crueles.

El mandato de masculinidad, es decir, la manera en que se aprende a ser hombre nos dice mucho sobre la víctima típica de este crimen, sobre los desaparecedores y sobre el régimen de guerra en el que ocurre.

Los hombres jóvenes están expuestos a riesgos letales en un contexto que privilegia una masculinidad violenta, basada en el uso de la fuerza, el consumo y la virilidad puesta sobre el rol de proveedor. El contexto además expone a estos cuerpos al mercado de sustancias psicoactivas, ya sea como consumidores o como parte de la fuerza laboral, aumentando los riesgos en un modelo económico de relaciones basadas en la explotación, la coerción y el uso de las armas.

Las condiciones de precariedad laboral comunes para casi todos, en combinación con las exigencias del mandato masculino y las expectativas de consumo, exponen a una mayor vulnerabilidad a estos cuerpos masculinos. No quiere decir esto que todas las víctimas de desaparición hagan parte de la fuerza masculina que sostiene la guerra. Muchas han sido sacrificadas justamente porque no responden a ese mandato, por ser consideradas débiles o sacrificables en un régimen que dispone de los otros sembrando la crueldad como práctica común.

La lógica patriarcal implica un orden de género desigual en el que los hombres deben aprender a ser fuertes a través de una escuela de desensibilización que empieza desde su infancia cuando se le prohíbe llorar o sentir. Esta necesidad de ser fuerte, de estar listo para defender o para atacar es útil para un régimen que destruye la vida.

El aprendizaje emocional asociado al mandato de género inicia desde nuestra más temprana socialización. Los resultados de la última Consulta Infantil y Juvenil realizada por el Instituto Nacional Electoral muestran que 63.3% de los niños y niñas entre los 6 y los 9 años cree que solo las niñas pueden jugar con muñecas, y 53.9% dicen que únicamente los niños pueden jugar con muñecos de acción. El 53.6% de los menores de 14 a 17 años contestaron que solamente los hombres pueden salir de noche; mientras que 3.1%, que consideró tal conducta como “adecuada” para las mujeres.

En nuestros espacios íntimos de socialización se sostiene la creencia de que es admisible que un individuo con más poder controle a los demás mediante distintas formas de fuerza coercitiva, y que ciertos cuerpos estén destinados a someterse a este poder. Esta socialización alcanza tanto a hombres como a mujeres, que reproducen el mandato de género que sostiene la violencia.

El aprendizaje emocional del mandato masculino se pone al servicio de la guerra formando soldados de ejércitos cada vez más crueles, para los que está prohibida la compasión y el respeto por la vida, incluyendo aquellas más frágiles y vulnerables. El honor masculino en estos regímenes se valida por otros hombres a través de rituales de paso, que Rita Segato llama “pedagogías de la crueldad”, que sirven para que los hombres aprenden a desvincularse afectivamente, a no expresar sentimientos de dolor y a gozar del sufrimiento ajeno.

Los pocos testimonios que conocemos sobre los victimarios que han participado en desapariciones forzadas indican un alto grado de sevicia sobre la vida de las víctimas y un desprecio por el dolor de los deudos. El aparato desaparecedor revela la existencia de mecanismos masculinos de crueldad altamente sofisticados y jerarquizados, en donde la hombría se pone al servicio de la destrucción del otro.

En sus estudios sobre antropología del mal, la colombiana María Victoria Uribe(1) da cuenta del carácter arrogante de los paramilitares que durante las audiencias de Justicia y Paz se ufanaban de la violencia cometida contra miles de hombres y mujeres sin presentar ningún rasgo de compasión. Sin embargo, dice la antropóloga, algunos paramilitares sufrieron una transformación radical cuando por primera vez enfrentaron la mirada de las madres que suplicaban información sobre el paradero de sus hijos. La mirada del que sufre pone al victimario frente a una responsabilidad moral sobre sus propios actos a través del reconocimiento del otro como una exigencia de acción no-violenta. En particular, la mirada de la madre interpela directamente el rostro masculino que se lo pone en frente invulnerable. El rostro, diría Levinas (2), nos muestra la fragilidad, la posibilidad de la muerte ante la cual no podemos ser indiferentes.

Pensar la desaparición forzada desde un enfoque feminista, que ubique la masculinidad como tema relevante, nos pone frente a grandes preguntas pero también frente a horizontes de transformación de gran potencia. Por una parte nos obliga a pensar sobre las estrategias pedagógicas para aprender y enseñar otras formas de ser hombres, mujeres y otres que nos permita mitigar el riesgo de violencia. Autoras como bell hooks (3) proponen un modelo de crianza feminista como vía para evitar la violencia hacia las mujeres, hacia niños y niñas, pero también para generar procesos de socialización que eviten la reproducción de la violencia a nivel general. Se trata de una estrategia de transformación de largo plazo que nos involucra a todas y todos.

Mientras nos comprometemos con este cambio cultural que propone la cuarta ola feminista Jáuregui (4), asistimos, por suerte, a escenarios en los que se cuestiona el mandato de género que sostiene la guerra. En Sinaloa, por ejemplo, las mujeres que estarían obligadas a aceptar su condición paralizante de víctimas según el régimen patriarcal de guerra, desobedecen reconstruyéndose en sujetos políticos. Al modelo de alianzas masculinas violentas, se oponen comunidades de mujeres y hombres vinculados afectivamente en los que se da lugar al reconocimiento de tantas y tantos que la guerra y su apartado ideológico han dejado por fuera.