Las razones de la altísima popularidad del Presidente López Obrador se podrían resumir en dos muy específicas: el hartazgo y encono social provocado por décadas de corrupción y saqueo, -sin contar la complicidad de autoridades con la delincuencia organizada- y un discurso esperanzador que no deja de prometer pero que no ha cumplido ninguno de sus compromisos.

Tal vez eso explicaría la trágica paradoja que hoy vive el país: ante los mismos hechos de corrupción, nepotismo, violencia y muerte, los mexicanos han desarrollado una tolerancia que sólo abona a la impunidad. El hartazgo era tal que ante la promesa de cambio, hoy se tolera precisamente lo que antes tanto nos indignaba, lo que nos tenía hasta la madre.

El hecho de que el Presidente haya reconocido que en los primeros días de su gobierno se incrementaron las cifras de algunos delitos, no es algo que haya que celebrar. La transparencia en sí misma no soluciona el gravísimo problema; en otro momento, esto hubiera provocado una crisis política, sin embargo, hoy se utiliza como estrategia mediática para apurar la creación de la Guardia Nacional.

Y ante la expectativa de cambio, un buen número de mexicanos –los simpatizantes de la cuarta transformación- aceptan con entusiasmo las mismas prácticas del pasado reciente, asumiendo que es el costo que se tiene que pagar por la transición, que es parte de las resistencias naturales del viejo régimen y que es un acto de nacionalismo vociferar las críticas al pasado y callar ante las deficiencias del presente.

Roma no se construyó en un día. Sin embargo, los cimientos de la cuarta transformación parecen más débiles que las del régimen que aún no acaba de caer.

A escasos cien días del gobierno, el Presidente ha tenido que lidiar con todo y con todo, incluso al interior de su propio gabinete. Desde cuestiones netamente administrativas –pero vinculadas al concepto de ética de López Obrador- como la declaración patrimonial y de interés de sus colaboradores, hasta los actos de nepotismo y los primeros visos de corrupción en un régimen donde la mitad de las obras públicas se realizan sin licitación.

En el plano de seguridad, los noticieros siguen dando las noticias de antaño. Grabaciones donde se da cuenta cómo alcaldes, funcionarios y legisladores de Morena –al igual que del resto de los partidos políticos- pactan con la delincuencia organizada a fin de hacerse de recursos públicos, de entregar el control de la plaza para la operación de los cárteles y hasta de entregar los mandos policiacos a los líderes de la delincuencia.

Y ante estos eventos, la paradoja trágica. Aceptar lo que precisamente provocó el hartazgo social que dio a luz a la cuarta transformación. López Obrador ha dicho en múltiples ocasiones que en Morena –y ahora en su gobierno- no hay espacio para la corrupción, sin embargo, los hechos son contundentes, ante la mirada complaciente de sus seguidores.

El déficit más importante del presidente –como lo fue para Felipe Calderón y Enrique Peña- es el de seguridad. Ahí los discursos no tienen eco; el país vive uno de los momentos más violentos de los últimos años, sin embargo, la altísima popularidad del Presidente le ha permitido mitigar el fuego… que ya está muy cerca.

La matanza en Salamanca –donde el gobierno municipal de Morena insiste en culpar a las administraciones anteriores-, y la desaparición de decenas de migrantes en Tamaulipas –donde el gobierno federal y el estatal se acusan mutuamente de su responsabilidad de salvaguardar a las personas-, son hechos que en otro gobierno hubieran puesto contra la pared del Presidente. Pero no a López Obrador.

Tema de sociólogos y no de analistas políticos, resulta que entre peor se pone la cosa más crece la popularidad del Presidente.

En el caso de Veracruz, el tema está matizado. Si bien el gobernador Cuitláhuac García goza de la renta política que le comparte el presidente, lo cierto es que su ausencia empieza a golpear su popularidad. Los veracruzanos no le culpan aún de los graves problemas del estado, pero empiezan a retirarle su confianza ante la falta de un mensaje como el que todos los días emite el Presidente y su tolerancia a casos de nepotismo y la probada incapacidad de algunos de sus colaboradores.

No hay evidencia contundente para afirmar que López Obrador se convertirá en el futuro en un Hugo Chávez o Nicolás Maduro. Lo que es evidente es que un amplio sector de la sociedad mexicana se parece cada vez más a la venezolana, al menos en su capacidad de confiar.

El futuro está pasando ante nuestros ojos.

Las del estribo…

  1. Difícil situación enfrenta el estado. No termina aún el invierno y los incendios abrazan lo mismo a Las Vigas que a Maltrata y Acultzingo. Ante la falta de acciones que presumir, la contingencia sería una oportunidad para el Gobernador de mostrarse como un líder en situaciones de crisis. Pero no lo es.
  2. Coatzacoalcos cumple ya tres días sin agua por el cierre del Yuribia. El gobierno ha dicho que no negociará la ley y que tampoco negociará pagos para los pobladores del ejido. Para eso tendrá que enfrentar a corrientes morenistas del sur del estado, quienes se habían beneficiado históricamente de este conflicto. Otra vez, el enemigo está en casa.