Si de nuestra cotidianeidad lográramos arrancar la violencia y la espiral delictiva que azota al país, México sería un país envidiable. A diferencia de casi todos las naciones de América Latina –nuestra referencia más cercana-, en distintos momentos de la historia hemos logrado hacer cambios de régimen político a través de procesos electorales relativamente pacíficos.

Es cierto, el detonador de estos cambios han sido momentos tan certeros como efímeros: el movimiento de 1968, la movilización social de 1988 y hasta el triunfo del PAN en el año 2000 –paradójicamente, pese a derrotar al PRI luego de 70 años, fue el evento político que menos modificó al régimen-. Pese a ello, no tuvimos que atravesar una revolución como en otros países de América del Sur, incluso, en Europa del este, medio oriente y el norte de África con su primavera árabe.

Aquí, a nuestra manera y en nuestras circunstancias, vivimos nuestro verano mexicano. La turba se volcó a las urnas y no a las calles, por lo que no hubo necesidad de violencia ni de llevar a los gobernantes al cadalso, aunque a muchos les sobraban ganas. El tema es que como pocos países en el mundo, estamos logrando un cambio de régimen –que no de gobierno- de manera pacífica y relativamente ordenada.

¿Será suficiente para que el país mejore? Eso está por verse y no porque al nuevo gobierno le vaya a hacer falta capacidad o determinación para realizar los cambios que se ha propuesto. En todo caso, ahí entra nuestra convicción ciudadana de que debemos contribuir al cambiar al país desde nuestra responsabilidad personal, más allá de nuestra simpatía política.

Lo que es necesario analizar es porqué los mexicanos estamos tan dispuestos a impulsar desde el enojo y la indignación estos cambios políticos de manera pacífica –y el gobierno a aceptarlo sin tener que echar al ejército a las calles para sostener al régimen-, y permanecemos indolentes ante la violencia que ha costado la vida de más de 250 mil personas y más de 30 mil desaparecidos en la última década. ¿Acaso es el miedo lo que nos paraliza?

No actuar, junto con la incapacidad estratégica del estado, ha provocado que estos grandes cambios sociales no nos generen ningún beneficio. ¿De qué sirve una democracia efectiva si tenemos que pagar derecho de piso para mantener nuestro negocio? ¿si tenemos que hipotecar hasta lo inimaginable para pagar el rescate de un familiar secuestrado? ¿De qué sirve una transición en paz si las madres de esos desaparecidos no encuentran la paz ni la verdad?

¿Porqué a los mexicanos nos indigna tanto la corrupción –cosa que es absolutamente explicable- pero nos inhibe tanto la violencia que padecemos todos los días? ¿Por qué no hemos sido capaces de encontrar solución a tantos problemas? Asumir que ambas cosas deben ser resueltas por el nuevo gobierno es condenarlo al fracaso, al mismo fracaso que tal vez muchos desean, pero que llevará al país a un estado de indefensión y desesperanza.

Si ya los mexicanos asumimos que hemos dado el primer paso para desterrar una clase política corrupta y rapaz, ¿qué nos hace falta para que esta transición política funcione sin morir en el intento?

Pese a nuestras diferencias sociales, políticas y geográficas, no estamos tan lejos de los factores que impulsaron la primavera árabe. Hace ya siete años, millones de habitantes de Túnez, Egipto y Libia decidieron un ya basta a gobiernos que los habían empobrecido en medio de una gran corrupción.

La inequitativa repartición de la riqueza originada por el petróleo y la exclusión social de las decisiones políticas –vaya coincidencia- fueron motivos suficientes para iniciar uno de los movimientos sociales más importantes d este siglo. Donde no cayeron los gobiernos, los que sobrevivieron tuvieron que llevar a cabo cambios muy importante, aunque muy poco exitosos.

En este tiempo, el cambio quedó en una promesa de los gobiernos y la revolución en una buena intención de las redes sociales. En casi todos los países donde hubo movilizaciones populares, el resultado no fueron reformas, mayor apertura e inclusión, sino la vuelta al autoritarismo, en algunos casos recrudecido.

En México hemos logrado una nueva transición política en paz; como aquí se ha dicho, la cuarta revolución está muy lejos de alcanzarse porque el resultado de la independencia, la revolución y la reforma fue la transformación social absoluta;  hasta ahora, AMLO sólo ha propuestos cambios muy importantes, pero que no rebasan el ámbito administrativo del gobierno; no sabemos qué rol jugará la sociedad en este nuevo escenario, aunque es pronto para saberlo si consideramos que el gobierno entrará en funciones hasta dentro de cuatro meses.

Serán dos las condiciones para que México recupere el rumbo: que el presidente electo cumpla con sus promesas de campaña –las reales, no las demagógicas-, y que la sociedad de movilice para atajar de una vez por todas la espiral de violencia. Sin gobierno eficaz y con la delincuencia presente en todo el territorio, seguiremos el mismo rumbo equivocado que tomamos desde aquélla transición del año dos mil.

Las del estribo…

  1. La elección del Fiscal Anticorrupción fue el fin del proceso legal y el principio del conflicto político. El titular –ni quienes lo impusieron- no tendrá respiro en el desempeño de la función. Repetir lo que quiso hacer Javier Duarte hace un par de años llevará a los mismos resultados; su renuncia sólo es una cuestión de tiempo, si es que antes no lo echan los propios tribunales ante la cascada de amparos que van a promover quienes fueron aspirantes. ¿Pero qué necesidad?
  2. El tema de Daniela Griego está claro: no cumplía con los requisitos y así lo juzgó la sala regional del TEPJF. Si hay un trasfondo político más allá del interés jurídico, como ella dice, tendrá que demostrarlo. Lo cierto es que ganó la elección; si no era elegible, el INE debió rechazar en su momento su solicitud de registro.