En una entrevista publicada en el portal Terra Incognita, Alexandra van de Kamp le pidió a Billy Collins que le hablara sobre su relación con la música, especialmente con el jazz. El poeta neoyorkino —nombrado Poet Laureate de los Estados Unidos en 2001— respondió:

«Hace mucho tiempo, durante mi adolescencia, mis padres solían enviarme a Canadá durante el verano, a trabajar en la granja de mi tío John acarreando heno, y a podar el césped de un hotel que tenía a la orilla del lago Simcoe, en Ontario. Un día, cuando estaba podando la hierba, se acercó al muelle una lancha motora. Iban dos parejas de modernillos. Amarraron la embarcación, pusieron en marcha un tocadiscos, se prepararon unas copas y se tumbaron en la plataforma del muelle a tomar el sol y a escuchar el concierto de Benny Goodman en el Carnegie Hall (aunque yo entonces no tuviera ni idea). Aquella fue la primera vez que oí jazz. Estamos hablando de 1954.

«Una de las chicas era guapísima, y me enamoré de ella sin intercambiar una palabra. También me enamoré del jazz. Fue entonces cuando decidí dedicar mi vida a convertirme en alguien como su novio. Desde entonces no he parado de escuchar. Hace poco empecé a tomar clases de piano. Soy capaz de tocar algunos temas clásicos y algo de blues. Pero si hay alguien en la sala no me sale nada.

«En cuanto a la influencia del jazz en mi trabajo, para mi [sic] el jazz es parte del ambiente en el que vivo. Es la parte que puedo controlar. Escribo sobre jazz como si escribiera sobre el tiempo. Es una parte del entorno que a veces se convierte en protagonista. A la gente le gusta hacer comparaciones entre la improvisación en el jazz y la improvisación en parte de la poesía contemporánea. Creo que merece la pena decir algo sobre esto. Yo intento escribir de una sentada para que la espontaneidad del momento no se pierda. Pero seamos serios, el poeta puede volver atrás y tachar lo que ha escrito, mientras que para el trompetista que está en un escenario es imposible».

En su poema Jazz y naturaleza, propone una imbricación entre sus versos y la música de un jazzista maldito: Art Pepper, y de postre, una pizca del sabor de Dexter Gordon.

 

Jazz y naturaleza

Billy Collins

 

Era otra mañana clara y soleada,
una brisa seca agitaba los árboles en torno a la casa
y yo no tenía nada que hacer
—mi escena habitual a finales de agosto.

Estaba leyendo la autobiografía
de Art Pepper, así que puse un disco de Art Pepper
y encendí los altavoces de fuera
para sentarme bajo el sol caliente
y leer más acerca de su vida de sordidez y prisión
mientras escuchaba su alto veloz, suave
saliendo de entre dos grandes arces
como si el jazz de la Costa Oeste fuese la música de la propia naturaleza.

Así, dibujé una especie de caja
alrededor de la mañana,
en tres dimensiones y a lápiz,
conmigo dentro sujetando una regla en mi mano.

Leía y escuchaba y leía,
y a veces echaba un vistazo a las fotografías
para comprobar la cara del hombre
que me dijo que una vez había conducido un Cadillac verde dorado

en el que podías perderte para siempre, como cuando
miras a las aguas de un lago;
el hombre que dijo que había compuesto
una balada llamada «Diane» para su segunda mujer
sólo para darse cuenta más tarde

de que la melodía era demasiado hermosa para ella.
El tipo que confesó haber vendido
a su perro, un caniche colo champán llamado Bijou,
por un chute de veinte dolares

y el que comentó que los hombres que en la cárcel
intentaban desintoxicarse introducían
los bajos de los pantalones en los calcetines
para que ni la más ligera brisa tocara su piel.

Detrás de donde yo estaba sentado al sol
había un brote de flores silvestres rosadas,
y algunas de las abejas que revoloteaban por allí
comenzaron a zumbar alrededor de mi cabeza.

Una en particular parecía tan interesada
en mí que la di un manotazo,
me levanté rápidamente y dije «no me vaciles
o te parto la cara, fantasma»,

una reacción sin duda inspirada
en mis lecturas sobre los bajos fondos californianos
en el cincuenta y siete,
mi año favorito de todos los tiempos para el jazz.

Pero persistió, esta abeja, y al final
me obligó a retirarme dentro, al estudio oscuro y fresco
donde un gato dormía sobre una silla,
un buen lugar para escribir todo esto

y preguntarme en qué ocuparía el resto del día –
tal vez en colgar un cuadro en la pared
o en recibir una llamada sorpresa
de alguien a quien solía amar.

¿Qué tal algo de Dexter Gordon
a la hora del aperitivo
y quién sabe?
quizás un encuentro con una hormiga cruel –

todo ello, probablemente, es parte de mi propia autobiografía,
un relato más cauto, contado en tiempo presente,
con unas pocas ilustraciones toscas
y un diagrama de mi pequeño árbol genealógico,

un trabajo cuyas páginas pasan
cada día como el agua que hace girar la noria,
la única cosa que no puedo dejar de escribir,
el único libro que nunca podré abandonar.

Traducción: Hugo Romero

 

 

 

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