No exactamente con estas —porque no la grabé— pero con similares palabras se expresó Shantal Meseguer en el homenaje póstumo que se le ofreció a su tío, Arturo Meseguer, en el Teatro del Estado:

«En todas las familias hay un tío loco que trae el pelo afro, que se viste como hippie, que usa huaraches, que trabaja de noche y siempre se divierte trabajando».

Es mal visto autocitarse, lo sé, sin embargo, porque voy a hablar de un irreverente me concedo una licencia para remitirme al Íncipit de mi libro Aún hay locos. Cinco creadores en su tinta:

«Ya no hay locos, amigos, ya no hay locos.
Se murió aquel manchego,
aquel estrafalario fantasma del desierto
(…)
Todo el mundo está cuerdo,
terrible, monstruosamente cuerdo.
León Felipe

«Bellos pero felizmente imprecisos son los versos del epígrafe. Aún hay locos, aún existen esos estrafalarios fantasmas que se internan en los caminos del mundo para embestir los molinos de los paradigmas estáticos, de las verdades que se piensan absolutas, de la rueda que gira eternamente en torno de su centro, y liberarnos de la terrible, monstruosa camisa de fuerza con que la cordura nos somete.

«Aún hay locos que intentan lo imposible: cultivar en el desierto, arar los mares, capturar la luz en un frasquito para llevarla a las más lóbregas cavernas y decorar con sus colores los suelos, las paredes y los cielos, y lo logran casi siempre».

¿Qué sería del jazz sin los delirios de Charlie Parker?, ¿qué de la pintura sin la psicosis de Van Gogh?, ¿qué de las letras sin la lúcida demencia de Artaud?, ¿qué de la escultura sin los arranques destructivos de Camille Claudel? El plumaje de Arturo Meseguer era de esos. Seguramente desde siempre, pero los primeros indicios que tenemos de su temperamento datan de los años setenta, cuando, al lado de Enrique Pineda y algunos otros quijotes de la escena, formó la Infantería Teatral de la Universidad Veracruzana, agrupación que al cabo de los años habría de fundirse con la Compañía Titular de Teatro y el Foro Teatral Veracruzano para integrar la actual Organización Teatral de la Universidad Veracruzana, OrteUV.

El teatro fue su principal laboratorio de invención: actuó, dirigió, produjo, escribió, impartió talleres e impulsó proyectos, sin tregua ni fatiga, para que los jóvenes disfrutaran las mieles que él libó tantas veces entre piernas y bambalinas, bajo diablas y reflectores, frente a cicloramas, telones, trastos, forillos, proscenios, múltiples pasajes de la geografía del sueño que se sueña para repartir entre los presentes como pan, como vino sagrado dispuesto para la comunión.

Se afilió también al sueño de las cuerdas, de las voces, de los tacones que hacen de la tarima un artífice de la dicha, otra de las formas bajo las que se encubre la felicidad. Y el son jarocho brotó de sus manos y de su garganta como otro surtidor de buenaventuras.

Como el Johnny Carter de Cortázar, Arturo Meseguer fue un perseguidor. «Ahora sé que no es así —informa el narrador del relato—, que Johnny persigue en vez de ser perseguido, que todo lo que le está ocurriendo en la vida son azares del cazador y no del animal acosado. Nadie puede saber qué es lo que persigue Johnny, pero es así». Arturo invirtió su vida en perseguir animales míticos, seres ultramundanos, predadores de la rutina, trasgresores de la «normalidad» que nos persiguen, nos sitian, nos llevan a lugares que acaso sospechamos pero cuya ubicación exacta nos fue revelada en la magia de los múltiples escenarios que habitó y que construyó, por eso, solo por eso le aplaudimos tanto, solo por eso le aplaudimos tantos cuando salió a carcajadas por el pasillo central de la Sala Grande, feliz como todas las veces que vio cerrarse un telón que se había abierto meses atrás, en los ensayos, en la talacha de la producción, en la factura del vestuario, en las pruebas de luces, de sonido, en toda la parafernalia que acompaña a la creación.

Por eso, solo por eso, como Shantal le digo: gracias, Arturo, muchas gracias por el ser tío loco, el inventor de fantasías, el atrapasueños, el perseguidor.

 

 

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