—Hola, ¿tú eres Luis Barria?
—Sí
—Venimos a inscribirnos en el grupo de teatro
—¿Grupo de teatro?
—Sí, allá abajo, en el pizarrón de avisos hay un letrero que dice que los interesados en participar en el grupo de teatro se inscriban con Luis Barria en el taller de diseño de octavo semestre
—¿Dice Luis Barria?
—Sí
—No tengo la menor idea de quién puso ese mensaje pero yo no sé nada
—Mientras investigas, anota nuestros nombres
—Ok
—Esther Mandujano, cuarto semestre
—Sara Saqui, cuarto semestre
—Aída López, cuarto semestre

Era marzo de 1986, yo estaba terminando la carrera de arquitectura.

Bajé y vi que, efectivamente, el letrero estaba ahí y decía mi nombre. No había otro Luis Barria en la facultad, se me hizo rarísimo.

Unos días después me encontré con Martín Rosas, un compañero tan talentoso como inconstante, y me comentó que quería hacer un grupo para participar en el XI Festival de Teatro que se realizaría en julio de ese año, que había puesto un aviso para reclutar actores pero, como iba muy poco a la escuela, había puesto mi nombre para que se inscribieran.

En los siguientes días fueron llegando más candidatos hasta llegar a ocho o nueve. Volví a encontrarme con Martín, le comenté y decidimos reunirnos el sábado siguiente. La reunión fue solamente para intercambiar puntos de vista y pensar cómo organizar el grupo. Yo me ofrecí para hacer la escenografía. Acordamos reunirnos todos los sábados.

Esa primera fue la única reunión a la que asistió Martín, como me sentía comprometido, yo conducía las sesiones. Dos o tres semanas después me notificaron que habían platicado entre ellos y habían concluido que, dada la inconstancia de Martín, habían decidido nombrarme director.

Argumenté que tenía alguna idea porque mi hermano estudiaba en la Facultad de Teatro y yo tenía varios amigos ahí, pero que no me sentía capacitado para dirigir un montaje.

No valieron mis argumentos, la decisión estaba tomada y era inapelable, a partir de ese momento, yo era el director.

La siguiente sesión fue para leer obras y decidir cuál montar. Esther Mandujano propuso Un hogar sólido, la pieza de Elena Garro, alguien sugirió los diálogos de La calle de la gran ocasión, de Luisa Josefina Hernández y alguien más, Rosa de dos aromas, de Emilio Carballido.

En el Café Parroquia, ese lugar que en los 80 aglutinaba a todos los especímenes de la farándula xalapeña, le platiqué a Jorge Ortiz y me dijo que precisamente acababa de recibir una farsa de un amigo regiomontano, Xavier Araiza. La peligrosa aventura de rectorrr y sus amigos se llamaba la obra que recreaba un conflicto estudiantil desarrollado en la Universidad Autónoma de Nuevo León. Me hizo ver que la farsa me convenía por ser un género en el que los actores podrían suplir su inexperiencia con caricaturizaciones de los personajes. Me sugirió que les encargara que hicieran caricaturas de gente que tuvieran cerca. Así lo hice y lo invité a la siguiente sesión.

El ejercicio superó todas las expectativas, con soltura y desenfado, todos representaron versiones divertidas de sus maestros, caseras, empleados y funcionarios de la facultad. Jorge me hizo ver que era un grupo con presencias muy fuertes, solo había que pulirlas.

Para poder registrar la obra, necesitábamos un nombre para el grupo, tras varias propuestas nos decidimos por una especificación bastante común para el armado de losas, cadenas y castillos: 3/8” de Alta Resistencia, una varilla modesta pero muy chambeadora y omnipresente en la construcción.

Habíamos sesionado en los salones de la facultad, para comenzar el montaje necesitábamos un espacio más adecuado. Sergio Rangel nos prestó su taller, un galerón que llamaba La chinchilla, ubicado en un cerro por la salida a Coatepec.

La Facultad de Arquitectura es muy demandante, solo podíamos reunirnos los sábados pero lo hacíamos desde las 9:00 de la mañana hasta que el sol lo permitía, entre 6:00 y 7:00 de la tarde, porque no teníamos luz eléctrica.

La obra requería alrededor de 15 actores y solo teníamos 10, poco a poco fuimos aglutinando gente, yo invité a mi hermano, Javier Barria, y a Gema Muñoz, que estudiaba sociología. Javier estuvo un par de meses, quizá, y después se fue a vivir a Mérida, para suplirlo invité a un amigo de la infancia, Ernesto Belin, estudiante de biología en esa época.

Con el paso de las semanas, los sábados se convirtieron en un ritual, un día consagrado al teatro, ese oficio que desconocíamos pero que de a poco nos iba cautivando. Trabajábamos en el trazo de cada escena, limpiábamos la dicción, experimentábamos maneras de aproximarnos a una actoralidad que resultara convincente. Alrededor de las 2:00 de la tarde, todo mundo sacaba su bastimento y compartíamos el pan de manera casi religiosa, como misioneros que se internan en un territorio ignoto y fascinante. Después volvíamos al trabajo con las pocas herramientas que teníamos pero con un tesón y un entusiasmo que crecía en cada ensayo.

En su discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura, Derek Walcott describe una representación religiosa que presenció en una aldea de Trinidad llamada Felicity:

«Existe un momento en que un actor está convencido de sí mismo. Ya maquillado y con el disfraz puesto, inclina la cabeza antes de comenzar a andar por el estrado, creyéndose algo real que sale a una escena ilusoria. Si multiplicamos ese momento, entonces comprenderemos, creo, lo que pasaba con los actores de esa epopeya. Aunque no eran actores. Habían sido elegidos, o ellos mismos habían escogido sus papeles dentro del relato que se representaría durante nueve días con sus tardes, a lo largo de dos horas, hasta ocultarse el sol. No eran actores aficionados; eran devotos de una fe».

A 31 años de distancia, descubro que vivíamos un proceso similar.

Así pasaron los meses, cuando empezamos a correr la obra completa, invité a Sergio Rangel y nos hizo algunas observaciones. Después nos convocaron a La Caja para que mostráramos nuestro trabajo a los miembros de la OrteUV que fungían como monitores. Alicia Pacheco, Juana María Garza y Carlos Ortega nos dieron sus puntos de vista y sus recomendaciones. Después, Jorge Castillo trabajó con nosotros durante algunos ensayos para tratar de darle organicidad y fluidez al montaje.

Paralelamente, empezamos con la producción. Mario Artemio Morales, quien ya había egresado de la facultad pero seguía sintiéndose parte de la comunidad de Arquitectura, se hizo cargo del diseño escenográfico. Aída López, una de las tres primeras chicas que se inscribieron, no quiso participar como actriz pero se integró con Mario Artemio para colaborar en el diseño. A Esther Mandujano le encomendamos la musicalización e invitamos a René Baruch para que colaborara con ella.

La escenografía era a base de mamparas, trastos y elementos forrados con manta, los técnicos del teatro nos entregaron todo en blanco y, como buenos arquitectos, nos armamos de brochas, pinceles y pintura para darle vida y carácter a los lienzos. Ernesto «el Pelón» Bautista, con su experiencia y su ojo escénico, nos tomó de la mano para facilitarnos el camino.

Nos mudamos al Teatro del Estado, pasábamos parte de la noche pintando y después ensayábamos en la sala hasta la una o dos de la madrugada.

Cuando se abrieron las bodegas de vestuario de la OrteUV, a cuyo cargo estaba Elsa Beverido, ya teníamos una lista detallada de nuestros requerimientos por lo que fuimos el primer grupo en pasar a revisar lo que había y conseguimos vestir la obra con una calidad visual superior a la que habíamos imaginado.

Gema Muñoz estaba en el taller de danza contemporánea de Pablo Durán, había un par de transiciones entre escenas que se me antojaba que se hicieran con apuntes coreográficos, hablé con Pablo y montó sendas coreografías con cuatro de sus bailarines.

La fecha se acercaba, los monitores visitaban todas las propuestas para elegir las mejores y programarlas para abrir y cerrar el Festival. No sé cuántos ni quienes deliberaron. No sé qué tan cerrada o unánime fue la votación. Sé que una o dos semanas antes nos informaron que el Festival se abriría, el 20 de julio, con el Concierto para guillotina y 40 cabezas del grupo Salamandra que dirigía Selene Ariza, y lo cerraríamos nosotros, el día 30, después del grupo Cronopios que, bajo la dirección de Irving Ramírez, presentaría Orihuela.

Yo estaba haciendo el servicio social e iba poco a la facultad pero los actores, ataviados con el vestuario, hicieron un recorrido por todos los salones para invitar a la comunidad entera.

Alicia Pacheco nos diseñó un maquillaje tan pacheco, llamativo y eficaz como ella misma. Jorge Ortiz diseñó la iluminación. No sé exactamente por qué, pero nuestro montaje causaba grandes expectativas entre mucha gente. Todo estaba listo, contábamos los días y el nerviosismo iba en crescendo.

No hay plazo que no se cumpla, llegó el momento de nuestro estreno. No sé cómo narrar lo que sucedió en mi estómago cuando, tras la tercera llamada, un coro unánime inundó la Sala Grande del Teatro del Estado: ¡FAUV!, ¡FAUV!, ¡FAUV! Las reglas de protección civil eran mucho más laxas que las de la actualidad, la sala mostraba un lleno plenario, había gente en los pasillos y las escaleras, no cabía un corazón más.

Con el primer track, se hizo la luz en el proscenio y de los laterales brotaron los actores vociferando parlamentos que se encimaban para provocar un borbotón visual y sónico. Tras un balazo dado por Gema Muñoz, fueron abandonando el proscenio en diminuendo al tiempo que el telón iba mostrando el escenario ocupado por Rectorrr y Daripó. Y ahí, en esa sala atiborrada de afines voluntades, en ese territorio virginal en el que todo estaba por hacerse, nació una versión inédita y efímera del universo. La función se desarrolló con la fluidez y la soltura que solo logran los oficiantes longevos de un ritual. El público reía, aplaudía, se internaba en los vericuetos de la trama como quien participa de una reunión de amigos de toda la vida. El aplauso final fue contundente, tres veces tuvieron que salir los actores a recibirlo.

Debe haber palabras para decir el amasijo de sentimientos que experimenté la siguiente noche, pero no las tengo. No sé cómo decir el nerviosismo y la emoción que sentía cuando, en la ceremonia de premiación, la maestra de ceremonias, con ensayadas pausas dramáticas iba diciendo:

¡Tercer lugar!:
Obra: Concierto para guillotina y 40 cabezas
Autor: Hugo Argüelles
Grupo: Salamandra
Dirección: Selene Ariza

¡Segundo lugar!:
Obra: Una mujer de malas
Autor: Emilio Carballido
Grupo Obrero
Dirección: Enrique Espinoza

¡Primer lugar!:
Obra: La peligrosa aventura de rectorrr y sus amigos

No escuché más, mis piernas cobraron independencia para trasladarme al escenario sin esperar el mandato de mi voluntad. No sé decir lo que siguió, de veras, no sé.

Cuando recibimos el diploma, al menos cuatro destinos mutaron, al menos cuatro biografías comenzaron a reescribirse: Jorge Alberto Lozano era mi compañero en la facultad, estábamos a unos días de terminar y decidió que no quería ser arquitecto, estudiaría teatro. El trabajo final era en equipo, hablé con mis compañeros para que incluyéramos su nombre y pudiera tener, al menos, su carta de pasante. Aceptaron, se lo comuniqué y me dijo que su decisión era inamovible, estudiaría teatro. Unos días después de la entrega final, la maestra me llamó y me dijo que haría una excepción, que le dijera que recibiría su trabajo de manera extemporánea para que pudiera terminar la carrera. Hablé con él y la respuesta fue la misma. Terminó la Facultad de Teatro y ahora vive en Paris, consagrado a los escenarios.

Gema Muñoz abandonó la Facultad de Sociología, cursó la licenciatura en teatro y desde hace varios años es actriz de la compañía titular de teatro.

José Rebolledo, de quien no había tenido noticias desde entonces, hace unos meses me localizó en Facebook y me envió un mensaje que transcribo:

«Que tal Luis Barria, ¿cómo estás? No sé si me recuerdes, soy Pepe Rebolledo, el que hizo el papel del ‹Góber› cuando montaste la obra ‹La peligrosa aventura del rectorrr y sus amigos›, de la Facultad de Arquitectura. Me da gusto saber de ti, yo estoy aquí en Veracruz, haciendo teatro desde entonces. Terminé la carrera y la ejerzo pero no he abandonado el teatro, he participado en más de 30 obras. Gusto en saludarte».

El cuarto destino marcado por esa experiencia es el mío, durante 31 años he combinado mi profesión de arquitecto con mi pasión de teatrero. Dirigí un par de cosas más pero decidí que lo mío era la producción, he sido escenógrafo, iluminador, utilero, diseñador y jefe de foro. He trabajado con grupos independientes y con compañías del tamaño de la Compañía de Héctor «Cholo» Herrera, en Mérida, y de la gloriosa Organización Teatral de la Universidad Veracruzana. He trabajado con muchos directores, desde los más modestos hasta las grandes figuras de la dirección escénica.

Ese año el teatro debutó en mi vida, a su lado he pasado momentos de gloria y estrepitosos descalabros, me he divertido, he trabajado hasta quedar exhausto, me he encabronado, he hecho grandes amistades con las que he reído y peleado; he sido, en fin, inmensamente feliz.

 

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