Las sirenas no habían cantado en la madrugada, había sido un amanecer sin olor a cigarro y alcohol, un despertar extraño con dolor en las gargantas, con la humedad del rocío sobre sus cabezas y un molesto sentimiento de vacío, como si sus mentes no hubieran descansado. De los ojos de Oswaldo colgaban ojeras y un aire nostálgico, pareciera estar volviendo de algún letargo.
Los cuerpos al levantarse crujieron; el cuello torcido de Luna, las piernas entumidas de Manuel, la quijada tiesa de Valeriano. Mirando las cosas arrumbadas junto a la brisa que seguía cayendo sintieron que las cosas podían siempre empeorar, y no faltó Manuel leyéndoles las mentes, «¿conocen la Ley de Morphy?», preguntó haciéndolos fruncir el ceño al mismo tiempo. Ninguno tenía ganas de platicar, en silencio se cuestionaban qué haría Oswaldo sin un techo donde pasar la noche, el dinero que habían juntado era apenas para ayudarlo un poco, solo un poco, mas, sabían que era difícil, y mucho, conseguir una renta económica.
—El California —dijo Oswaldo mirando a la nada.
—¿Vivirás ahí? Vas a contagiarte de algún virus raro o de sífilis, mejor busquemos otro hotel no tan jodido. Aquí abundan los moteles y créanme, hay unos bien decentes.
Valeria enseguida enardeció los ojos escuchando a su Manuel hablar de moteles e imaginándolo con las miles de mujeres inexistentes que de seguro ya había llevado.
—No voy a poder pagar ni tres días en uno de esos moteles. Sólo necesito… —y sin terminar la oración, se aproximó a sacar de entre sus cosas mojadas una cobija gris escurriendo en agua. La medio exprimió llevándosela entre las manos.
Todos se intercambiaban miradas, no querían tenerle lástima, pero esa escena no era alentadora para unos chamacos de sus edades, estaban viendo a su héroe derrotado por la vida. Qué angustia sentían imaginándolo en desamparo, en medio del frio, sin comida ni wiski ni óleos. Luna pensaba en cómo la vida lo había conducido a ese momento, en cómo no terminar como él, cosa que le angustiaba porque muchos de sus conocidos lo admiraban al igual que ella, sin embargo, verlo ahí incapaz de auto ayudarse le provocaba un desamparo enorme creyendo que la opción de trabajar con un horario, con un salario y con un jefe no era tan descabellada y tampoco muy capitalista, más bien se le llama supervivencia.
Luna, en su corta edad, había mirado sinfín de adultos vivir a medias por vivir del arte, los veía primero tomando vino y viviendo en un departamento, al cabo de un tiempo los veía bebiendo cerveza en un cuarto, para terminar bebiendo caña en un cuarto compartido si bien les iba, si no, en las calles. Vivía aterrada, ocultando ese miedo en algún rincón entre la utopía y el anhelo, queriendo creer que podría ser una excepción viviendo del arte, viviendo bien, bebiendo vino, habitando una casa, teniendo una cava. En definitiva, la vida del artista en esa ciudad no era un júbilo que tuviera como meta, estaba consciente de que muchas personas ni siquiera abrían un libro, de que eran ellos los tontos fingiendo ser inteligentes solo por conocer de cine, de literatura, de teatro, de pintura; de cosas que les darían ilusiones, mas no comida, no ahí, no en ese lugar lleno de ilusionistas transformados en artistas callejeros de noche y de día en trabajadores comunes, conformistas de un salario mediocre. Recordaba cuando hacía unos meses había tomado un taxi justo para ver a Oswaldo, el taxista era amable e iba haciéndole algo de charla hasta que con ironía le preguntó a ella si era estudiante de artes, «yo también lo fui, estudié cine, y no me va mal, ya sabes, obvio no me va mal porque no trabajo de lo que amo hacer. Pero no es tan feo ser taxista. A veces, cuando se suben personas como tú me hacen imaginarme muchas escenas, devolviéndome las ganas de hacer un corto. Eso es bueno, al menos sé que mantengo la pasión por ahí escondida. Mientras tanto, pues ando en este taxi, lo quiero y lo quiero mucho porque, así como lo ves de jodido, este cabrón bien que jala, nos da de comer a mis chamacos, a mi vieja y a mí, ahí vivimos en una casa de lámina, pero de ladrillo, y los domingos que es cuando más o menos descanso los llevo por un helado del parque. En ocasiones quisiera ir a las presentaciones de cine o al tour de cine francés, pero la chamba está canija, si me echo una película son dos horas que pierdo, pierdo entre comillas, porque en esas dos horas me hago varias carreras. Perdería unos cuatrocientos pesos, entonces mejor nada más me pongo a dar vueltas e imaginar a las personas que me encuentro como si fueran parte de una película que solo está aquí, en mi cabeza, pero que bien podría estar en Cannes». Esas palabras solían retumbar en la cabeza de Luna ocasionándole un escalofrío parecido al de la derrota. Le aterraba creer que algún día ella también viviría en un cuarto bebiendo caña o, peor aún, que sería la esposa de algún fulano que gustaría del fútbol los domingos bebiendo cerveza mientras que ella tendría que atender a tres niños moquientos que no dejarían de chillar, dejando en el escombro su anhelo por la literatura, teniendo que cambiar su chaleco y su abrigo por un mandil que sería su uniforme diario en tanto que su esposo vestiría un poco mejor saliendo de casa a las ocho y volviendo tres horas después de su hora de llegada con chupetones en el cuello y labial en la corbata. Le deprimía creer que era más probable ese escenario que la utopía de ser la pareja de un cineasta con quien podría tener tres hijos, no moquientos porque les prestaría plena atención ya que, en su imaginación, contarían con una nana además de sus clases de música. Pero siendo aún más sincera consigo misma, solía imaginarse a un hombre sin rostro llevándole una copa de vino, diciéndole «¿les leemos un cuento?», dejando a los niños dormidos, yéndose juntos a sentar al sillón de la sala para platicar de sus días, del trabajo de él en alguna galería en la que ninguna corbata tendría labial ajeno, escuchando a Chet Baker haciendo a todo azul; besos azules, noche azul, tan azul como la poesía, siendo poesía ellos dos.
Pero de pronto veía a Oswaldo siempre de luto y, además, en ese día lo veía empapado, enojado, triste y a la vez hambriento, recordando al taxista frustrado; como él, muchos, muchos cineastas, muchos escritores, muchos dramaturgos anónimos tras la coraza de trabajador y no de artista conformándose con sobrevivir y olvidándose de vivir.
—Vámonos a los tacos —dijo Oswaldo con su cobija empapada entre las manos frías, todavía con su mirada deseando algo, algo que nunca más podría volver a tener.
(CONTINUARÁ)
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