—¿Alguna vez has sentido cómo el corazón se paraliza en un vuelco? Ese vuelco eres tú. Mira, Teté, que guardo tus libros, todas esas páginas no leídas en las que pasaste mil veces tu delgado dedo para cambiar la hoja, un poco de tu saliva quizá aún duerme ahí. Te cuento que, pensando un poco en tus libros y en Luna, me dieron ganas, tantas ganas de enseñarle las cosas que tú y yo aprendimos. Un día, si me lo permites, quisiera prestarle uno de tus libros. Le gusta leer, pero… perdón, es que de verdad me da un poco de risa, pero le gusta Bécquer. Por ahí tengo tus antologías de Baudelaire, algo de Serna, de Fuentes, de Fitzgerald, siempre y cuando tú me lo permitas —se despojó de sus botas y talló sus cansados pies. Sentado en la cama miró la botella de whisky a medio acabar y junto a la botella estaba «El libro del buen amor»—. ¿Quieres un trago? Yo necesito de uno. Siempre necesito de uno porque no te tengo a ti para necesitarte. Me gustaba necesitarte cuando estabas sentada en mis piernas, acurrucada como una mariposa abriendo sus alas en primavera, tu falda holgada reposaba tan bien en mis rodillas… ahí es cuando te necesitaba, cuando te tenía.

Llenó un vaso de plástico con whisky pues no tenía tanto dinero para comprarse un vaso decente para su alcohol. Su casa era un cuarto lleno de humedad, la poca luz que entraba era por un hueco en el techo, su cama tenía el colchón manchado, percudido y roto, una mesita medio apolillada era la que sostenía a la botella y a sus libros los apilaba en el piso.

—Teté, déjame extrañarte, déjame tenerte de nuevo entre mi alcohol y el sueño. Las sirenas dicen que corte el hilo, que te dé adiós para que me libere de ti porque me dueles y creen que me hago daño contigo, pero tu dolor me mantiene en pie de guerra.

Las sirenas lo miraban desde el techo llenas de pesar, de lástima por verlo, como de costumbre, sumido en alcohol con la ingenuidad de un niño creyendo que así su dolor por Teté sería menos. «¿Qué hará?, ¿quién puede liberarlo de sí mismo?», se preguntaban a susurros hasta que, después de varios monólogos y varios vasos de whisky, caía dormido con las pestañas húmedas, entonces ellas bajaban con sus cascos empañados para acomodarlo en la cama y cuidar de él hasta que comenzara a amanecer, eso sucedía con frecuencia, y es que las sirenas, por su propio bien, no lo dejaban hablar con los muertos, sabían que eso lo afectaría todavía más ya que no le daría libertad a Teté.

Cuando amanecía y Oswaldo se veía en la cama, comprendía que había estado al tope de ebriedad sintiéndose un fracasado más de la vida mirando a sus óleos arrumbados y a la mediocridad de otros, recordándose cuando era más joven, más vivo, cuando estudiaba en la Facultad de Artes creyendo que sus obras algún día iban a estar en los museos más importantes de la ciudad, deseo que estuvo alguna vez a nada de hacerse realidad, mas, la muerte se adelantó arrebatándole toda pasión, esperanza y anhelo, era eso lo que podrían tener todos en común; los sueños grises, el contacto con la muerte y el hambre de ser personas sobresalientes, especialmente Luna. Luna había nacido con el ímpetu de comerse al mundo, habiendo aprendido a caminar a los dos años deseaba correr; toda su vida, hasta ese entonces, había deseado correr. Sus noches las pasaba escribiendo historias que solo sus amigos leían ya que, en realidad, nadie más parecía interesado. En la secundaria, su maestra de español le rogó que nunca jamás volviera a postularse para el concurso de poesía; en la clase de teatro le había sucedido algo muy similar cuando el maestro la intentó convencer de mejor estudiar canto o dibujo, algo en lo que sí era buena, pero Luna quería escribir, nada más. A sus apenas dieciocho años ya había tenido que aprender a aferrarse a su sueño infinidad de veces, y el único lugar en donde nadie la había detenido era con Oswaldo, él, al contrario de sus maestros, la motivaba para que no desistiera. Cuando Oswaldo conoció a Luna, al saber que ella deseaba estudiar teatro o literatura, no dudó en montarla como estatua viviente en el parque, insistiéndole en que, con el dinero que ganara, se comprara libros de iniciación al teatro o a la escritura, pero muchas veces ese dinero había terminado convirtiéndose en vino en «La negra», y esa tarde no sería la excepción.

Ya estaba Oswaldo escribiendo encorvado cuando Luna llegó, los demás aún no estaban y en el momento en que él saludó, enseguida, el aliento delató la resaca.

—¿Desde qué hora has estado bebiendo?

—Ni siquiera sé qué día es hoy. ¿Importa? No, bueno —y siguió sumergido en su hoja.

—¿Qué escribes? —con curiosidad asomó los ojos intentando ver qué había.

—¿Sabes, Luna?, creo que no voy a poder pagar la renta del mes. Van a echarme, estoy seguro —su mano estaba jalando sus cabellos desaliñados y tenía un semblante de preocupación—, si tan solo hiciéramos algo…

—¿Quieres que te preste? —se apresuró a preguntar.
—¡No!… no. Claro que no, Luna, no seas tonta. Estaba pensando, más bien, que escribieras algo para mí.

—No entiendo.

—Una obra, quiero que escribas una obra y que la pongamos en el parque.

—¿No es ilegal?

Hacía unos meses el presidente municipal los había amenazado con empezarles a cobrar algún tipo de impuesto por ponerse de estatuas vivientes, Luna y los demás no entendían mucho sobre el SAT o ese tipo de cosas que tanto estresaban y malhumoraban al decadente Oswaldo.

—Que se vayan al carajo todos esos pendejos. Ellos sí tienen qué tragar, yo estoy a nada del suicido.

—Escribo lo que quieras —le tomó la mano.

—Voy a necesitar que Valeria haga la escenografía.

—¿Y por qué no la haces tú?

—¿Yo? Yo no tengo ni un jodido peso para los materiales, al menos la mamá de ella es riquilla. Ah, hablando de… —alzó las cejas picudas haciendo una pequeña mueca cuando miró a Valeria.

Valeria, contrario a todos, casi nunca vestía de negro. Ella amaba usar colores chillones y mal combinados que de inmediato causaban las miradas de aquellos quienes no la conocían, era algo con lo que debían lidiar, con las risas ajenas por esos zapatos amarillos y por su cabello rosado con moños verdes.

—¡Hola! —gritó—, ¿y Manuel?

—No ha llegado —respondió Oswaldo percibiendo un olor fétido—. ¿Huelen?

Luna también olía algo muy mal, pero haciendo caso omiso pidió su baguete partido a la mitad y dos cervezas, una para ella y otra para él, más la mitad de la baguete.

En cuanto el pedazo de baguete fue puesto frente a Oswaldo, empezó a salivar, llevaba muchísima hambre y dolor de cabeza, moría por morderlo y saborearlo entre sus dientes, empero, la mano grasosa de Valeria se aproximó antes de poderlo tomar y, con horror, la miró llevárselo a la boca pegándole una enorme mordida.

—Mmm, esto está sabroso, mucho mejor que el tofu.

—¿Comiste tofu? —cuestionó Oswaldo con los ojos exasperados al entender que el olor provenía de la boca misma que había mordido su baguete—. ¡¿Por qué chingados no te compras el tuyo?! —gritó a la par que dio un golpe en la mesa provocando que Luna y Valeria quedaran boquiabiertas. Pocas, muy pocas veces lo habían visto molesto.

Los ojos de Valeria se llenaron de lágrimas teniendo la baguete a medio mascar, haciendo la escena aún más grotesca. Luna la miraba con repulsión y a Oswaldo lo notaba sumamente arrepentido de sus palabras, conocía esa mirada contrita deseando con todo su corazón que no se retractara hacia Valeria, quien, con un tono casi imperceptible, preguntó: «¿por qué me agredes?». En ese momento la mirada de él se sulfuró, y antes de poder cumplir el sueño de Luna de correrla, por su mente pasó la necesidad de una escenografía quedando callado, sumiso, indefenso.

—Valeria, era su baguete. Te comiste su baguete —le dijo Luna con una sonrisa quebrada y entre dientes, casi inconcebible.

—No importa, Luna. Déjala. Por favor, déjala.

—Yo solo venía a invitarlos a mi exposición, pero está bien —se levantó indignada. Antes de irse, el ego infantil de sus dieciséis años la hizo detenerse para voltear con seguridad y puño cerrado—. Por cierto ¡habrá comida gratis, muertos de hambre!

Quedaron atónitos, se intercambiaban miradas entendiendo que el hambre y la carencia eran más fuertes que la dignidad.

—Esperemos un rato más a Manuel y de ahí nos vamos a la exposición. Todo apesta a tofu… —se cruzó de brazos—. Es una mocosa berrinchuda.

En la mirada de él, Luna podía notar la impotencia de tener que depender de una niña, una niña doce años menor que no tenía la mínima idea de lo que era tener hambre, hambre de verdad, de días sin una buena comida, que no sabía lo que era no tener un techo seguro ya que su mamá era quien le daba todo tipo de comodidades, incluyendo el espacio en la galería que tanto añoraba Oswaldo.

El hambre de Luna había desaparecido extendiéndole su mitad de baguete a él, nada podía serles más desagradable que Valeria, continuando con la inexplicable paciencia que le tenían. Lo observaba cómo a mordiscos comía escurriéndosele un poco de aderezo y tomate, bebiendo de la cerveza aún con el bocado entre los dientes.

—¿Te sientes mejor?

Ella yacía preocupada ya que, las veces anteriores en las que el recuerdo de Teté retumbaba en el alma de él, había terminado a las cinco de la tarde botado en alcohol quedándose sin el dinero que durante dos semanas había juntado. En muchas ocasiones su orgullo no le permitía pedirles ayuda, sobre todo, conseguir un empleo porque era un insulto, ninguno de ellos, utópicos naturales, se permitiría unirse a la esclavitud que sometía a los terrenales. Pero verlo así le encogía el corazón, era un hombre hermoso como para estarse consumiendo en el capricho de la idealización del artista, además, a sus casi treinta años no había logrado retomar su pasión por la pintura. Cuando Luna lo había conocido, muy poco tiempo atrás, todavía conservaba el alma en algunas de sus obras, aquellas que había pintado antes de la trascendencia de Teté. En ciertos días, muy pocos, notaban vestigios de óleo entre sus uñas esperanzados en que, no tardando, les daría la buena nueva, y así se pasaban los días, los meses, la vida.
Oswaldo jamás respondería con la verdad a la pregunta de Luna, ¿cómo podría mortificar a unos seres que apenas y estaban aprendiendo a vivir? Era eso lo que más le dolía en sus noches nostálgicas, le dolía que no tenía con quien desahogar sus penas y que su confidente única hubiera sido Teté. A veces se imaginaba cómo sería su vida con los pequeños dandis si tan solo Teté estuviera, se pensaba como una familia en la que ellos dos serían los patriarcas, «sin duda, Luna ya habría montado alguna obra. Teté la hubiera adorado. Y Laura… Laura ya tendría una beca para fotografía. Yo no viviría en este cuarto frío, yo estaría con ella en algún lugar mejor, quizá no con lujos, pero al menos con el calor de su cuerpo. Beberíamos vino en alguna azotea o en el balcón y seguiría posando para mí, como antes. Cuánto te extraño, mi alma», divagaba en esos momentos llenos de suspiros por parte de las sirenas que, curiosas, miraban la escena desde el techo. Nadie más podía conocer los dolores que padecía, quizá se lo imaginaban, sobre todo Laura y Manuel, pues ellos habían sido parte de la historia de Oswaldo y Teté, ellos la habían conocido, decían que era como un ángel bailando, que sus pies eran los de Hermes: alados, y que una pulsera con un pequeño cascabel siempre la delataba; cuando el cascabel sonaba, Oswaldo sonreía. Sus danzas lo avivaban, esos ojos profundos se convertían en epifanías al mirar a su musa, y desde el día de la tragedia, Manuel y Laura juraban que no lo habían vuelto a ver así de radiante.

(CONTINUARÁ)

ENTREGA 1

 

 

 

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