Tu recuerdo llega de maneras tan violentas y también pardas. En las deshoras, cuando escucho que toca la puerta de mi memoria, preparo un trocito de añoranza sobre una servilleta donde la lágrima que cálida cae desembocará.

Cuán ingrato y vertiginoso es tu recuerdo, tan lleno de hojas secas, de otoño naranja en calles de jacarandas, de tu mano tibia y tu piel blanca, tan blanca como quisiera que mi memoria fuera tratándose de ti.

Acá ya va para otro otoño y uno todavía no amanece desde la noche en que tus ojos negros miraron mi cielo.

A la lejanía de tu cuerpo pienso si aún pasearás por la alameda con tu olor a alcohol de madrugada, con tus hombros frágiles y tu mente cargada en caos, ese caos que como manantial rociaba a mi cabeza de ti, me empapaba de ti, me ahogaba en ti. ¿Dónde estás, pedazo de letras?, ¿tú ya me habrás olvidado?, ¿tus perros siguen maullando?, ¿Lennon sigue sonando en tus noches rotas?

En las noches pálidas te me apareces como fantasma, pero sin sortilegio ni sigilo que te haya invocado, mas aún las marcas de tus dientes guardo en mi carne como si de un vampiro se hubiera tratado, pero aquí mi sangre, en este pecho que arde, lleva un poco de tu sangre ajena, es pues la cicatriz que como la daga en Cristo reposa en tu costado.

La cicatriz que yace en tus costillas fue camino de rosas entre espinas de puntadas torpes, pero en esa piel donde guardas constelaciones, pareciome el camino de láctea por cada uno de tus lunares hasta llegar al fino arte de tu boca.

Allá, donde sea que estés —pestañas largas de par en par o lentes reposando sobre el buró, aliento a resaca o a fresco alcohol—, tienes un aquí que todavía, después de tanto morir, te recuerda.

 

 

 

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